Que se regeneren ellos

Que se regeneren ellos

Salvadas todas las distancias, que no son pocas ni cortas, algo flota en el ambiente que recuerda los lejanos tiempos del 98, cuando el espíritu público andaba por los suelos ante el ruido ensordecedor que anunciaba un inminente finis Hispaniae: tanto había caído España, dirá Costa, que ya la veía, como a Lázaro, en el sepulcro, a la espera del mesías que le dijera levántate y anda. Llegó a sentirse tan hondo el daño, y acudieron tantos médicos a la cabecera del enfermo, que las librerías rebosaron de aquel abrumador regeneracionismo que a don Juan Valera le parecía que a nada bueno conducía, pues “quien aspira a regenerarse empieza por creerse degenerado”. Eran los males de España, el desastre nacional, la moral de la derrota…

También como entonces, la proliferación sin tasa de esta literatura terapéutica nos alcanza hoy al son de una música elegiaca: algo ha ocurrido en el reciente pasado, un infortunio, una desgracia, que nos ha arrastrado hasta la penosa situación en que nos encontramos en el presente, nosotros, que fuimos capaces de asombrar al mundo en aquellos años que ahora se revelan como de falsa bonanza. ¿Acaso no crecíamos a una velocidad que hacía estallar el espejo en que solíamos mirarnos para medir la profundidad de nuestra pasada decadencia? Italia, Francia y hasta Alemania quedaban rezagados, mientras nuestros gobernantes se atrevían a plantar los pies encima de la mesa del único anfitrión a su altura, Estados Unidos de América.

Y así, de un tiempo a esta parte, la pregunta que más veces repetimos al tropezar con algún conocido ha cambiado el clásico ¿qué tal, cómo estás? por el inevitable ¿qué va a pasar, cómo lo ves? Lo preguntas tú, y te lo preguntan a ti, en medio de un clima de frustración y desconcierto como si de pronto el horizonte se hubiera estrechado de tal manera que ya no existiera futuro. Frustración, porque del “España va bien” de Aznar y de la “España más fuerte” de Zapatero hemos caído al lamento por lo mal que España va y lo débil que camina. Y desconcierto, porque cuando la luz se apaga y el edificio se agrieta, todo el mundo entona lo que ahora llaman mantra y antes cantinela: a regenerarse tocan, nueva versión de la literatura del desastre en la que tanto se empecinaron hace más de cien años nuestros ancestros.

Una cantinela que nos resulta ya insufrible y humillante, porque quienes más claman por la regeneración son aquellos que más degenerados aparecen, como ocurre con la cúpula entera del Partido Popular, que en cualquier democracia digna de este nombre ya habría hecho mutis por el foro. Oprobio sobre vergüenza, la regeneración consiste en blindar a una exalcaldesa, hoy senadora, para que no la salpique ni una mota de la podredumbre sobre la que sentó sus reales, tan ufana ella, durante décadas. Y el regenerador supremo del mismo partido, su presidente, ahí sigue, impasible, y encima maleducado, cuando a su alrededor y dentro de su cueva todo es corrupción. La última burla a sus propios votantes, mofándose del Senado al utilizar su Diputación Permanente como tapadera de una organización corrompida hasta el tuétano, colma en verdad el vaso de la paciencia.

Que se regeneren ellos, los degenerados; o que tomen las de Villadiego, como acaba de hacerlo la presidenta del Partido Popular en Madrid, el otro gran bastión del PP que ha resultado ser una cueva de ladrones; que los responsables políticos que han chapoteado durante décadas en ese piélago de clientelismo y corrupción, consentido cuando no promovido por ellos mismos para consolidarse en el poder, se vayan a casa con todo su séquito y se den una buena ducha. Que dejen de maniobrar como traficantes de desperdicios, que se callen y no alboroten, mientras los demás, que son mayoría, debaten y negocian las reformas encaminadas a impedir que esta corrupción que ha engrasado las relaciones entre política y economía y que ahora amenaza con asfixiarnos a todos, resurja otra vez, pasado el trance, como si nada hubiera ocurrido.

Lo que necesitamos no es regeneradores, sino otra especie de políticos que, tras disponer ya de varias docenas de diagnósticos sobre los fallos del sistema, procedan a su reforma aunque en el proceso arriesguen sus intereses inmediatos de conquista, permanencia o consolidación del poder. A esta especie de políticos se les solía llamar en otros tiempos, cuando no había mujeres en las alturas, hombres de Estado. Mirar al Estado, servir al Estado: esta es la cuestión, esto es lo que nos ha fallado, esto es lo que quienes éramos hermanos pequeños de aquellos jóvenes que se identificaron a mediados del siglo pasado como hijos de los vencedores y de los vencidos, admiramos en nuestros mayores, en gentes que lucharon por la democracia y por la libertad y que con su sabiduría y su acción se afanaron, no en la regeneración sino en la construcción del primer Estado capaz de consolidar una democracia en España.

¿Es posible? Claro que lo es. Ciertamente, “la crisis por la que pasamos” —como dijo también Valera hace más de un siglo— “es terrible de veras, y aun serían menester muchos disgustos, muchas perturbaciones y muchas fatigas para que salgamos de ella triunfantes”. Pero disgustos, perturbaciones y fatigas ya hemos acumulado en demasía. Ahora es tiempo de actuar, de aplicarse a la tarea con discreción y responsabilidad. Y es preciso destacar en este punto que, tras un decepcionante comienzo, los equipos del PSOE y de Ciudadanos que decidieron encontrarse y negociar como se podía esperar de políticos en una democracia en buen estado de salud, han dado un magnífico ejemplo de cómo deben hacerse las cosas. Quizá si Podemos evitara alguna nueva payasada, como la presentación en público de medio Gobierno, con su general y todo, y los afiliados y votantes del Partido Popular obligaran a sus actuales dirigentes a emprender la vuelta a casa, el futuro comenzaría a abrirse de la única manera posible tras el resultado de las pasadas elecciones: alcanzando un pacto, amplio e incluyente, con objeto de acometer la reforma pendiente de la Constitución y todas las conexas: revisar lo relativo a la autonomía de los diversos territorios del Estado, garantizar la independencia de todas las Administraciones públicas, restablecer el control y equilibrio de poderes, impedir y sancionar la colusión de gestores del dinero público con empresas e intereses privados.

He ahí un programa digno de hombres y mujeres de Estado que ciegue de una vez la fuente y el origen de la corrupción, vieja amiga de la política, que tanta frustración y desconcierto ha extendido por la sociedad española.

Santos Juliá es historiador.

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