¿Qué significa innovar?

Vivimos en una sociedad inmersa en un proceso de globalización creciente. Y en ese proceso han jugado un papel clave las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, que han facilitado relaciones nuevas y distintas a las trazadas por las rutas y fronteras tradicionales. Si la riqueza en la sociedad preindustrial era la de los recursos naturales, y en la industrial la del capital manufacturado, la riqueza de la sociedad posindustrial se basa en el conocimiento, en la imaginación, en el capital humano.

Esta nueva sociedad ya no es ni la de la tierra, ni sólo la de las fábricas, sino la de los individuos. Son ellos los que adquieren un protagonismo mayor gracias a que el uso de nuevas tecnologías de fácil acceso y baratas les permiten impulsar proyectos por sí solos, sin necesidad de que tengan que ser grandes corporaciones las que los sustenten. Un ejemplo son los periódicos digitales que, con muy pocos recursos, pueden generar un impacto, a veces, de más calado que los periódicos impresos.

Frente al gigantismo y la burocracia del modelo anterior, basado casi siempre en grandes tecnologías e infraestructuras, el nuevo modelo de actuación admite la importancia de lo pequeño. Tras una economía basada en los productos, en lo tangible, la nueva se organiza alrededor de los servicios. Cualquier persona, desde cualquier sitio, puede generar riqueza. Y en este nuevo escenario de lo intangible cobra una especial importancia la innovación como motor económico. Una innovación que se alimenta de la creatividad de individuos y colectivos interactuando en red.

Y la innovación es cambio. Admitir y propiciar el cambio frente a esos factores de resistencia que son la inercia, el miedo o la ignorancia. En el momento en el que vivimos, los cambios no son sólo inevitables, sino que se producen cada vez con más rapidez. El vértigo es una sensación lógica en unos tiempos en que cualquier idea o artefacto puede ser vanguardista hoy y caduco mañana. Cuando algunos comenzamos a gobernar hace 20 años, no existían los teléfonos móviles ni Internet. Google sólo tiene diez años, un poco menos que la apuesta que hicimos en Extremadura por la implantación de software libre. Hace ocho años no existían los blogs, ni sabíamos lo que era un SMS. Hace sólo cuatro se creó YouTube o herramientas de redes sociales como MySpace o Facebook. Y sólo hace un año existe Twitter. Gobernar hoy o dirigir cualquier iniciativa sin tener en cuenta esta nueva realidad es fracasar.

Se está reinventando todo: las fronteras, las empresas, las identidades, las organizaciones... Conceptos como el de pro-piedad, el de realidad, el de mercado o el de participación están dándose la vuelta. Hasta lo más físico o tangible como los territorios o los ciudadanos se ha vuelto poroso, se ha convertido en redes o nodos. Las relaciones en la red están creando un murmullo digital que convierte en global tanto a la sociedad como a los mercados. Y la red de hoy nos dice cómo será la realidad de mañana.

Un ejemplo de todo esto, muy cercano a nosotros, es lo que ha pasado con la música. El negocio antiguo de un CD en una caja de plástico en la que a veces sólo una canción nos gusta, y por la que la industria nos hace pagar 18 euros, se está desmoronando por completo. La industria discográfica que no aceptó los cambios de la sociedad digital está sucumbiendo de manera inevitable a las nuevas fórmulas de obtener música por Internet. Pero al mismo tiempo, se están desarrollando numerosas empresas que, comprendiendo las nuevas reglas de juego, están innovando y están sabiendo ver nuevas oportunidades y asumir los riesgos de adentrarse en un nuevo mundo.

Para aprovechar los cambios en esta nueva economía, no queda otro remedio que revisar el concepto de riesgo de la sociedad anterior. Saber separar los conceptos de riesgo y consecuencia. Cuando un joven se monta en una motocicleta sin casco, percibe un nivel de riesgo muy bajo, y es poco probable que tenga un accidente. Sin embargo, las consecuencias de ese riesgo pueden ser dramáticas. Por el contrario, plantearse poner en marcha una aventura empresarial se percibe como un riesgo muy grande: es muy probable que fracase, aunque las consecuencias de ese fracaso, en la nueva sociedad, no sean tan drásticas como en la economía tradicional. Es más, es probable que ese fracaso pueda suponer el aprendizaje necesario para poner en marcha un nuevo proyecto de éxito arrollador.

Oyendo los discursos políticos actuales, parece que todo el mundo ha entendido que la innovación es la palabra clave de la nueva sociedad. Pero la innovación no depende de los presupuestos en la misma medida que dependen las infraestructuras. La innovación no es consecuencia directa del tamaño de una partida presupuestaria. Aquellos que llevan toda la vida haciendo lo mismo no van a innovar por mucho que se incremente al doble una partida presupuestaria destinada a ello. Cuanto más dinero se les dé, más veces van a ir al mismo sitio porque, con toda seguridad, les va a faltar lo que siempre les faltó: el riesgo y la imaginación.

Innovar es acelerar para ser el primero, para llegar antes que los demás a soluciones nuevas. La innovación sólo se puede hacer acelerando, intentando hacer hoy lo que se hará dentro de unos meses. Porque si sólo se hace lo que hoy se necesita, no se está innovando. Alguien ha dicho, y tiene razón, que sólo quien se pregunta cómo adelantarse a los demás está capacitado para innovar. En eso debe consistir la tarea del nuevo Ministerio de Ciencia e Innovación: en estimular, comprender y apoyar a los que quieren hoy idear la vida tal y como se vivirá dentro de cuatro o diez años. Y eso tiene poco que ver con aumentar más o menos el presupuesto de I+D+i.

Es evidente que la innovación puede tener un rechazo social en un primer momento. Siempre ha pasado lo mismo. La suerte es que ahora en España a nadie lo van a meter en la cárcel o lo van a quemar en la hoguera por querer adelantarse a su tiempo.

Todo será más difícil de entender y de explicar si seguimos manejando conceptos de la sociedad anterior o debatiendo sobre propuestas ya caducas. Teniendo 600.000 millones de páginas en Internet, que crecen exponencialmente año tras año, resulta absurdo debatir sobre la gratuidad o no de los libros de texto o sobre la emigración de los jóvenes universitarios a otros territorios de aquellos en que nacieron y se formaron. ¿Qué tiene que ver un joven digitalizado y viviendo en un mundo globalizado con aquellos emigrantes de los años sesenta y setenta que ofrecían fuera de su tierra la fuerza de su trabajo que nadie les compraba dentro?

Hoy se cruzan dos miradas en la sociedad, en la economía, en la educación, en la política... O hacemos que la mirada analógica se oriente en la misma dirección que la mirada digital de nuestros jóvenes o estaremos perdiendo definitivamente el futuro. Innovar es arriesgar. Todos tenemos la obligación de actuar en consecuencia.

Juan Carlos Rodríguez Ibarra, ex presidente de la Junta de Extremadura.