¿Qué significa ser ucraniana?

¿Qué significa ser ucraniana?
Hannibal Hanschke/Getty Images

Hace unos años, después de dar una charla en una pequeña ciudad polaca, un hombre mayor se acercó a la mesa donde estaba sentada. “¿En qué idioma sueña?”, me preguntó. “En todas las lenguas que hablo”, respondí con sinceridad (soy básicamente trilingüe). “Usted es una persona sin identidad”, respondió con un ligero aire de condena.

Sonreí. Su comentario no era inusual: había escuchado distintas versiones de lo mismo muchas veces en los años que pasaron desde que me mudé a Polonia. Al parecer, solo había una forma adecuada de ser polaco y solo una forma de pronunciar las palabras polacas. Sin embargo, había algo que, como otros polacos criados con un estrecho sentido de la identidad nacional, no entendía. Yo soy de Ucrania y la identidad ucraniana es porosa, inclusiva, de múltiples capas y, sobre todo, una obra en proceso.

Si los polacos no lo sabían entonces, tendrán la oportunidad de descubrirlo ahora. Más de un millón de ucranianos, bajo la brutal ofensiva de Rusia, han cruzado la frontera con Polonia. Esperando con sus hijos y parientes de edad avanzada en filas largas y lentas, se despidieron con lágrimas de sus esposos e hijos y entraron en una nueva vida. Es un vuelco trágico.

Es distinto de mi experiencia, cuando hace casi 20 años dejé Ucrania no fue doloroso. No había guerra y no era refugiada. Me doy cuenta de la suerte que tengo. Pero sé lo que es dejar atrás tu hogar y tu país y empezar de nuevo. Y puedo decir que la salida, por muy definitiva que parezca, nunca es para siempre. Llevas ambas cosas dentro de ti, siempre. Son una presencia constante, a veces cerca, a veces lejos, y todo eso ilumina el camino hacia el futuro.

Nací en Leópolis en 1978. Entonces, en la Unión Soviética, la ciudad había pertenecido a Polonia durante casi 400 años y había sido un lugar donde convivían polacos, ucranianos, judíos y armenios. En mi juventud, estaba impregnada de esta identidad fronteriza y me consideraba una persona que se encontraba en la intersección de culturas, sin estar nunca totalmente vinculada a una de ellas. Por eso, cuando cayó la Unión Soviética, no me interesó mucho el nuevo Estado ucraniano. En cambio, anhelaba ver París, Roma y Madrid, con sus iglesias y museos, aunque eso significara medio pasar hambre, dormir en parques y pedir que gente que no conocía me llevara en su coche.

Después de mis viajes, quise establecerme en algún lugar y elegí Polonia, cumpliendo el sueño de mi abuela de vivir en el país. Ni siquiera lo llamé emigración; al fin y al cabo, mi ciudad natal solo estaba a unos 300 kilómetros de distancia. Pero después de que Polonia ingresó a la Unión Europea en 2004, la frontera entre los dos países, que antes era tan fácil de pasar, se llenó de alambre de púas. Para entrar en el país, los ucranianos tenían que esperar en una fila especial, mucho más larga que la de los ciudadanos de la UE.

Empecé a soñar con la abolición de la frontera. Si Ucrania formara parte de la Unión Europea, por ejemplo, podría volver a apreciar mi identidad fronteriza y las cosas podrían parecerse un poco a la Segunda República Polaca, el Estado de entreguerras en el que convivían polacos, ucranianos y otras nacionalidades. Por supuesto, no era idílico: el Estado polaco trataba con dureza a las minorías y los ucranianos que querían estudiar en su propia lengua o practicar su religión se enfrentaban a la opresión. Entre Ucrania y Polonia sigue habiendo muchas “zonas prohibidas”.

En aquel momento, no me consideraba realmente ucraniana. Era de Leópolis; hablaba ruso, polaco y ucraniano, y vivía en Polonia: eso me parecía suficiente. Pero mientras soñaba con la frontera que se interponía entre nosotros, en 2004 estalló en Ucrania la Revolución Naranja, una serie de protestas que expresaban no solo la oposición de los ucranianos a la corrupción, sino también, quizá más profundamente, sus anhelos europeos. En una manifestación de solidaridad en Cracovia, me encontré, por primera vez en mi vida, sosteniendo la bandera azul y amarilla. Fue la concepción de mi identidad ucraniana, dijo un amigo.

Durante la siguiente década, más o menos, no fue más allá. Tengo parientes y amigos en ambos lados de la frontera y con regularidad estuve aquí y allá. Seguía los acontecimientos en Ucrania a distancia, como si tuviera miedo de lo que podría resultar de una inmersión total. Conocí a algunos jóvenes ucranianos con formación y talento que intentaron construir el nuevo país. Al cabo de un par de años estaban arruinados, agotados y amargamente decepcionados por una corrupción que parecía inconquistable. En Polonia, mientras tanto, seguí construyendo mi vida. Me casé, tuve hijos y trabajé en mi primera novela, inspirada en parte por la colorida revolución ucraniana.

Entonces, otra revolución se extendió por las calles de Kiev. Con epicentro en Maidán, la plaza central de la ciudad, los manifestantes exigieron con valentía que el gobierno revirtiera su decisión de abandonar un acuerdo de asociación con Europa y se comprometiera con una vía pro-Occidente. Durante cinco días fatídicos de febrero de 2014, las cosas se tornaron violentas y algunos manifestantes pacíficos —casi 100— fueron asesinados. Esto, que se conoció como la Revolución de la dignidad, dio origen a mi identidad ucraniana. Durante esos días empecé a considerarme ucraniana por primera vez.

Se me unieron cientos de miles de mis compatriotas, que se trasladaron a Polonia tras las manifestaciones y la anexión de Crimea por parte de Rusia. Taxistas, peluqueros, médicos y profesores empezaron a hacer que el áspero susurro de la lengua polaca se volviera alargado y melodioso. Los tabúes históricos seguían ahí, pero también las relaciones amorosas, los negocios y los niños ucranianos-polacos recién nacidos. La estricta frontera de la UE seguía ahí, pero el espíritu de una renovada Segunda República Polaca también flotaba en el aire.

Ahora, el mestizaje y la fusión de los dos países ha alcanzado nuevos niveles. Desde el primer día de la invasión rusa, mi celular ha sonado casi sin interrupción. Casi no había un amigo o conocido polaco que no expresara su solidaridad o no estuviera dispuesto a invitar a los refugiados a su casa, ni uno que no quisiera conducir, alimentar, curar, dar, apoyar. Ha sido una asombrosa avalancha de sentimientos de compañerismo. Fue como la fiebre de un nuevo amor: de pronto, las banderas ucranianas estaban por todas partes.

La frontera también ha cambiado. Ahora los ucranianos pueden cruzar sin documentos, sin pruebas de covid. Pueden llevar a sus mascotas. Pueden hacer llamadas gratuitas y tener boletos de tren gratis. Cuando cruzan la frontera, todas las puertas de Polonia están abiertas para ellos. Los polacos incluso han empezado a traducir sus dibujos animados al ucraniano, para ayudar a los niños refugiados a reírse y relajarse después de las noches que han pasado escuchando las sirenas que alertan sobre los ataques aéreos.

El propio significado de la palabra “ucraniano” está cambiando en Polonia. Antes contenía matices como, por ejemplo, “el oriental” o “el hombre del pueblo” o incluso “hombre salvaje”. Ahora suena diferente. Cuando se pronuncia la palabra, oigo “el valiente guerrero” y “nuestro hermano”. Para los que dejan su vida atrás, bajo la presión de los bombardeos y los ataques, un saludo fraternal parece precisamente lo más adecuado.

Zanna Sloniowska es una novelista ucraniana-polaca y autora de The House With the Stained-Glass Window.

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