¿Qué somos más: sainete, drama o novela?

«Precisamos de urgencia una pluma que los identifique y relate su encarnadura. Una pluma capaz de inspirarse en la maestría del realismo mágico», escribía hace un par de días Juan Luis Cebrián en Del esperpento español al realismo mágico.

Se refería Cebrián a la necesidad de un escritor que retrate nuestra pequeña corte monclovea de los milagros y la catadura política y moral de sus cabezudos y tarascas. Era un buen artículo el suyo. Solo un par de objeciones: llamar a la mujer de PSánchez «su Dulcinea» convierte al marido de la catedrática en don Quijote (y eso, ni de broma), y considerar que el realismo mágico es la herramienta adecuada para contar lo que está sucediendo en España lo deriva hacia el encantamiento y lo poético, cuando es lo contrario: zafio y vulgar, unos días kafkiano, otros dantesco.

¿Qué somos más: sainete, drama o novela?
Toño Benavides

Sí, en cambio, acierta Cebrián al señalar estas dos cosas, compartidas por muchos: la sensación de estar viviendo un esperpento que pasa la realidad por los espejos cóncavos del callejón del Gato, de donde sale deformada y grotesca, y el convencimiento de que a veces la verdad solo está al alcance de la ficción, lo cual, siendo él periodista, dice mucho en su favor. Al fin y al cabo no hay crónica o historia que no se queden cortas.

De modo que la pregunta es pertinente: ¿qué quedará de Ese en la historia de España? Con cuánto servilismo y adulación se le alfombran los edecanes, las camaristas, qué manera tan indigna la de estos de pasar por esta vida.

Asistimos al final de la carnavalada. No hay duda. Ya nadie se atreve a repetir desde sus «prietas las filas» la frase más famosa de su mandarinato («somos más»), pronunciada la noche en que se conoció su derrota electoral. Puigdemont acaba de recordarle que con su «somos menos» (siete concretamente) basta para acabar con la igualdad entre españoles, eso sí, con la ayuda inestimable del Psc y el Psoe. En cuanto a la segunda frase más famosa («habrá legislatura para rato») la están reiterando tanto en las últimas semanas que empieza uno a sospechar que todo irá muy rápido.

Quien escriba el sainete, el drama o la novela de estos últimos seis años tendrá que prescindir de algunos hechos tremendos en favor de otros en apariencia nimios, pero reveladores.

Por ejemplo, el que hemos sabido por Ignacio Varela, siempre bien informado. Hace unas semanas contó esto: «Desde el primer minuto que pisó el despacho presidencial como titular del cargo, exige férreamente a cuantos trabajan con él que lo llamen 'presidente'. Da igual que algunos sean amigos íntimos de toda la vida y que estén a solas con él: a quien se le escape un 'Pedro' será severamente reprendido». El «grande hombre».

Importante también será el tono con que se cuente. El tono lo es todo en cualquier obra literaria. Los detalles exactos, que decía Stendhal, son imprescindibles pero no suficientes. El tono (la distancia) con la que hemos de mirar la realidad es tan importante como la cercanía con que ha de contarse (preferiblemente sin bajar los ojos ni levantar la voz).

A quien se anime a relatar estos seis años, le animaría yo ahora a leer el libro de Manuel Arroyo-Stephens, De donde viene el viento. Un libro extraordinario de tono insuperable. Todos los suyos (pocos, tres) lo son, publicados los dos primeros cuando empezaba a ser viejo, y este último cuando ya se ha muerto. Nadie le esperaba como narrador, y con esos tres libros ha escrito de lo mejor de nuestro tiempo. Los tres son libros de memorias, de hechos y personas que conoció bien, aunque a menudo las ficcione un poco. Divertido como un cosmopolita («yo tuve una infancia desdichada. Lo digo por decir algo, luego ya veremos») y sentencioso como un torero gitano («yo soy quien soy gracias a mis muertos, no voy a abandonarlos»). De hecho fue apoderado de Rafael de Paula (y representante de Chavela Vargas, productor de Canciones para después de una guerra y editor del quijote más bello, o sea, más discreto y elegante, que se haya publicado en el siglo XX).

¿Cómo habría pintado Arroyo estos seis años? Con humor muy inglés (no en vano fueron los ingleses los primeros en «descubrir» el Quijote), con escepticismo e ingenuidad a partes iguales (sin exagerar en uno u otro sentido, nadie te cree) y con una pizca de mala leche (lo de aquel limpiabotas a propósito de doña Concha Piquer: «Sin mala leche no hay arte»). Pero también de una manera melancólica y cervantina, o sea natural y con frases cortas (pensamos en frases cortas; las oraciones subordinadas no emanan del sentimiento, sino del estilo, y los estilistas -sin ofender a Proust, la gran excepción- no suelen darle mucho al pensamiento, y Arroyo, tan liviano, siempre da que pensar).

Está uno, pues, con Cebrián, intrigado por saber qué pluma hará de nosotros sainete, drama o novela. Uno, francamente, preferiría caer en manos de Galdós o de Baroja que de García Márquez, aunque tampoco estaría mal que el nuevo maestro del realismo mágico hiciera que Pedro Ese saliera volando de nuestras vidas como Remedios la bella, y no volviera a vérsele el pelo por aquí en cien años (de soledad naturalmente, qué remedio). Sainete, drama o novela habrá de ser obra tan divertida y luminosa como deprimente y siniestro es todo esto de ahora.

Igual que acaso usted, hoy empieza uno sus vacaciones. No se lo deseo, pero si llega a cruzarse con Ese, salúdele de mi parte llamándole Pedro, incluso Pedrito si llega a fluir la confianza.

Andrés Trapiello, escritor.

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