Por estos días ya se puede comprar casi cualquier cosa, incluso lo que en realidad no se puede poseer.
El mundo está teniendo una especie de fiebre por los “tokens no fungibles” o NFT (por su sigla en inglés), argot criptográfico para definir un concepto tan tortuoso como lo que suena. Los non fungible tokens son coleccionables digitales, verificados por medio de una cadena de bloques (blockchain), para que una imagen, canción, URL o cualquier otro dato se pueda autenticar como “original”. Sin embargo, ponerle precio a lo invaluable no es barato.
La innovación de los NFT le da a algo que de otra manera no tendría valor cierta pátina, al permitir que las personas reclamen la posesión exclusiva de tarjetas coleccionables que en realidad no pueden tocar, o autos que en realidad no pueden conducir, o gatitos de edición limitada que en realidad no pueden acariciar.
O arte, como el archivo JPG del artista conocido como Beeple, quien le vendió un collage por 69.3 millones de dólares en una subasta la semana pasada a un inversor de activos digitales identificado con el seudónimo MetaKovan, quien pagó la adquisición con una criptomoneda llamada ether.
La bonanza de los NFT luce lo suficientemente excéntrica como para haber provenido de otro mundo muy diferente, pero en realidad es todo lo contrario. Nuestro mundo físico está repleto de escasez. Los ahorradores de moda podrán imprimir “Una salpicadura más grande” de David Hockney todas las veces que quieran para decorar sus dormitorios, pero solo existe un lienzo en el que el artista aplicó su pincel, y ese está en el Tate Britain.
Internet funciona al revés. Cualquier archivo MP3 se puede retransmitir una y otra vez de persona a persona. Todos podemos enviarnos el JPG del collage de Beeple entre nosotros, y todos poseeremos la misma cosa, la cual, debido a que está disponible de manera infinita, es poco probable que obtenga mucho dinero en el mercado. Lo que no poseeremos, y es lo que proporcionan los NFT, es una prueba de que la versión que tenemos es especial. De repente, gracias a un poco de magia blockchain, la misma escasez que acecha al mundo desconectado existe ahora también en línea.
¿Es esto algo positivo? Para Beeple, sin duda. Y para algunos otros que están incursionando en la criptoconversión, también. Este mes, Kings of Leon se convirtió en la primera banda en lanzar un álbum como NFT, lo cual es un enorme impulso para una agrupación de la que no habías escuchado mucho desde que “Sex on Fire” salió de las listas de éxitos a finales de la década de 2010.
Quienes defienden los NFT alegan que las y los creadores digitales finalmente pueden ganar algo por su trabajo. A veces lo hacen eliminando intermediarios y comercializando sus productos de forma directa con consumidores. A veces ganan dinero por productos que antes nadie hubiera pensado en pagar, como un gato volador animado con cuerpo de Pop-Tart que emite un arcoíris mientras pasea a través de más pixeles. Este meme nacido en YouTube hace 10 años recaudó 580,000 dólares el mes pasado.
Poco importa que sea cual sea el valor que tengan estos no-objetos sea fabricado mediante prestidigitación algorítmica, porque el valor siempre ha sido inventado. Los zapatos deportivos más populares se revenden por miles de dólares a pesar de que básicamente consisten en algo de plástico pegado a un poco de caucho con algo de cuero. Incluso el Hockney colgado en el Tate es solo tela con algo de resina acrílica untada. El famoso urinario de Marcel Duchamp es, por supuesto, solo un urinario, y ese es precisamente el punto.
Quizás pagar por el Nyan Cat sea más tonto, porque cualquiera puede insertar un Nyan Cat en un mensaje de WhatsApp y porque, al no tener un gato volador tangible, lo máximo que obtienes es el derecho a presumir. Pero, ¿cuánto más tonto es eso, en realidad?
A menos de que sea peor que solo una tontería. A menos de que sea peligroso. El escepticismo sobre la manía de los NFT ha adquirido un tono ambientalista. Las principales criptomonedas son minadas, lo que básicamente significa que una computadora debe resolver un acertijo para crear una nueva moneda. Pero las computadoras utilizan energía, y debido a que los acertijos se han vuelto más complicados a medida que las criptomonedas se han vuelto más populares, la última década ha generado una red financiera con una huella de carbono más grande que la de países enteros.
Existe otro problema: a menudo, los mayores compradores de NFT no los están comprando para ser propietarios. Están comprando para revender. Son por lo general inversores en criptomonedas o en NFT. Puede que algunos sean amantes del arte, de los gatos o de las cartas de béisbol. Sin embargo, muchos son solo comerciantes. Son creadores de mercado impulsando sus propias acciones de mercado.
Quizás esa sea la razón por la que algunas pocas personas de las que están haciendo alarde de lo que ganaremos con esta revolución están ahora considerando lo que podríamos perder. Obviamente, nos gusta poseer cosas. Pero la ausencia de propiedad en internet ha moldeado gran parte de nuestra cultura moderna. Pensemos en los memes, que son por naturaleza colaborativos: alguien hace un chiste, y de repente ese chiste se convierte en una plantilla para que otras personas hagan sus propios chistes que son iguales, pero diferentes y en constante evolución. Estamos escribiendo un idioma común.
Pensemos en el Nyan Cat, un GIF que un tipo subió a YouTube y que de repente todo el mundo empezó a publicar en todas partes, por todas las razones posibles. Nadie era dueño o dueña de la criatura porque todos lo éramos. Lo mismo ocurre con cualquier invento digital: cualquiera es capaz de tener algo y también de compartirlo. Si le agregamos a eso derechos de propiedad, todo el proyecto comunitario se viene abajo.
Todas estas alabanzas a un nuevo mundo en el que le puedes poner precio a cualquier cosa, son también panegíricos para el mundo anterior.
Molly Roberts writes about technology and society for The Post's Opinions section. Follow