¿Qué tienen en común el aborto, la eutanasia y la prostitución?

Cuando en este mundo surge una afirmación de naturaleza ideológica, por este signo la conoceréis: no admite excepciones de la regla. O, dicho de otra forma, se rige por un principio absoluto de incondicionalidad.

No importa el contexto ni importan las consecuencias. No importa si su aplicación es posible o si, al hacerlo, ocasiona más problemas de los que soluciona. Su verdad es tan rotunda que podría decirse que no es de este mundo.

Y, en efecto, no lo es.

La verdad ideológica pertenece al reino de las ideas. Pero no a aquel en el que gobiernan las leyes de la lógica, sino a otro mucho más confuso (y convulso) en el que dominan los caprichos de la fe.

La prueba más concluyente de la condición estrictamente transversal de esta concepción del mundo es que afecta por igual a las derechas y a las izquierdas, aunque ambas puedan diferir en los dogmas concretos que enarbolan (salvo en el caso del papa Francisco, que los reúne todos).

Aunque estos principios suelen adoptar una apariencia arrogantemente moral, en realidad hunden sus raíces en una inveterada tradición religiosa que, sin embargo, no se atreve a decir su nombre.

Podemos, por ejemplo, discutir sobre eutanasia con un cristiano confeso y este desplegará toda una batería retórica que sólo tiene por objeto darle una apariencia de racionalidad a lo que no es otra cosa que la creencia en un principio incondicional. Aquel que considera que, procediendo toda vida de Dios, sólo a él le corresponde la potestad de acabar con ella.

Uno puede desde luego discrepar de esta creencia, pero su expresión resulta más honesta que la tendencia a disfrazarla de razones que sólo aspiran a eludir el núcleo de verdad de la cuestión.

También podrá nuestro incondicionalista aducir que la regulación del buen morir implica poco menos que la posibilidad de un exterminio a través del cual la sociedad podría deshacerse alegremente de todos aquellos individuos que le resultaran inútiles o indeseables.

Nos dirá también que, en caso de dolores insufribles, existen ya excelentes cuidados paliativos que hacen innecesario anticiparse al propio final. A veces nos los pintan con colores tan atractivos que uno siente que se está perdiendo una experiencia inigualable.

Yo he llegado a leer, no sin cierto asombro, que la determinación de no seguir viviendo que se apodera de algunos individuos (hay quienes, en un ejercicio de respeto supremo, les consideran simplemente enajenados) podría combatirse si invirtiéramos más en amor y ternura, y menos en consumismo.

En realidad, el egoísmo de estos argumentos, por más que se disfracen de un altruismo de buen samaritano, es infinito. Porque en virtud de un dogma de fe que implica un desprecio absoluto por la autonomía moral de quienes no piensan como ellos, lo que hacen es decretar la obligatoriedad del sufrimiento.

O, dicho de otra forma. Los que deciden finalmente sobre la vida y la muerte de quienes reclaman decidir son los que les niegan a otros el derecho a hacerlo.

¿Y por qué? Porque el dios del incondicionalismo ideológico exige siempre víctimas.

De hecho, si les dices que a pesar de todos esos medios alternativos la persona que desea morir continúa queriéndolo hacer, volverán a reiniciar la noria interminable de sus argumentos ficticios tan sólo para eludir tener que reconocer el único verdadero: que es su Dios quien así se lo dicta.

Prácticamente lo mismo ocurre con el aborto. Un tema mucho más espinoso en la medida en que implica, en principio, a otra presunta vida, aunque también este punto sea una de las discrepancias que entra en liza.

No obstante, la metodología argumentativa no es muy distinta. Se apelará a la necesidad de arbitrar fórmulas alternativas para que las mujeres no tengan que recurrir a esa medida tan extrema (y, en su opinión, asesina): asesorar a las interfectas, facilitar mecanismos para dar a los niños en adopción, desarrollar marcos de protección y apoyo a las madres, establecer ejercicios de pedagogía social que otorguen el valor que merece al concepto de familia.

Y todo ello está muy bien. Pero si, finalmente, una madre potencial, por las razones que sea, no quiere llevar a cabo su embarazo, ¿se tendrá que ver abocada, tal y como ha ocurrido en otros momentos, a interrumpirlo en unas condiciones clandestinas, insalubres y probablemente peligrosas?

En el lado izquierdo del ring, que como ya viera Friedrich Nietzsche no es más que el heredero secular del cristianismo, tampoco es raro encontrarse con trazos de un incondicionalismo que, feminismos y movimientos woke mediante, se pasea cada vez por más asuntos.

Aunque tal vez en ninguno de ellos se vea mejor reflejado que en la utópica pretensión de erradicar la prostitución del mundo.

Veamos cómo se repiten los mismos esquemas.

En nombre de un ente de razón estrictamente platónico como es "la dignidad de la mujer" se apuesta, con un maximalismo digno de mejor causa, por la prohibición a ultranza. Que es siempre el recurso más o menos inconfeso al que tiende todo incondicionalismo.

Ello permite, por un lado, no tener que afrontar el problema en toda su infinita complejidad. Aunque, por otro, aboca a miles de mujeres reales a ejercer su actividad en unas condiciones laborales que, en justa reciprocidad, habría que desearles a las fervientes guardianas de la Dignidad con mayúsculas.

Lo más curioso de todo ello es que muchos de quienes mantienen estas posiciones fulminantes se declaran, sin embargo, partidarios acérrimos de las libertades individuales. Salvo, al parecer, de aquellas que afecten a los aspectos más esenciales de las vidas de lo demás: la posibilidad de decidir sobre la propia vida y la propia muerte.

Entonces son ellos los que, al impedir que los demás decidan, se arrogan el derecho a hacerlo, toda vez que la diversidad de las vidas reales significa siempre un desmentido de facto para las pretensiones de uniformidad totalitaria que en el fondo late en todo principio de incondicionalidad.

Por eso, tal vez el mayor error que se puede cometer al enfangarnos en estos debates laberínticos consista precisamente en dejarse arrastrar a la problemática moral, que es la forma casi más efectiva de sacarlos del mundo.

No es que dicha perspectiva (e incluso la teológica, si se tercia) no sea importante, pero debemos ser conscientes de que finalmente nos las habremos con problemas positivos y reales que tienen una dimensión social y, en última instancia, política.

En tal sentido, tal vez la pregunta más pertinente no deba ser la de dónde está la verdad, sino cómo arbitrar soluciones que reduzcan al mínimo el dolor de todas las partes.

Puesto que, según nos demuestran siglos y siglos de historia, resulta imposible erradicar la prostitución o impedir que las mujeres aborten, y puesto que, a pesar de todos los avances terapéuticos, habrá siempre quienes no puedan soportar el sufrimiento que les causa la vida cuando se ha convertido en una carga insoportable, ¿no resultaría más razonable que seamos un poco más respetuosos con las necesidades íntimas y materiales de los otros y nos limitemos nosotros a actuar en consecuencia con nuestras normas y principios morales sin intentar imponérselas a los demás?

Ciertamente, en sociedades abiertas y plurales como la nuestra es preciso escuchar con atención a las diversas morales. Pero evitando a toda costa que sus incondicionalismos recalcitrantes nos impidan operar con la inevitable complejidad de los problemas reales.

Manuel Ruiz Zamora es filósofo.

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