¿Qué tuvieron en común el 11-S y el 11-M?

Hace unos meses se cumplieron 10 años del más cruento embate terrorista ocurrido en Estados Unidos a lo largo de su historia: el que se produjo aquel 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington. Ese 9/11 del que hablan los norteamericanos, fechado según su costumbre de anteponer el número del mes al del día. Pues bien, con un intervalo de precisamente 911 días, fue en España donde el terrorismo se dejó sentir asimismo con una capacidad letal hasta entonces desconocida. Otro día 11 —como aquel originario día 11— pero de marzo de 2004 y en Madrid. Los terroristas del 11-S utilizaron cuatro aviones para atentar contra las Torres Gemelas, el Pentágono y el Capitolio o la Casa Blanca, aunque el comportamiento heroico de los ciudadanos del vuelo United 93, que se dirigía hacia uno de estos dos últimos blancos, hizo que cayese sobre unos campos de Pensilvania. Los terroristas del 11-M recurrieron, para sembrar la desolación y el pánico, a colocar bombas en cuatro —de nuevo, cuatro— trenes que discurrían por la línea férrea que une Alcalá de Henares con la estación de Atocha.

Todas estas similitudes de cariz simbólico advierten de lo que el 11-S y el 11-M tuvieron en común. Pese a cuanto diferencia esas dos series tan espectaculares de atentados terroristas, decididamente catastróficos —alrededor de 3.000 muertos— y ejecutados a escala mundial en el primer caso e inusitadamente letales —191 víctimas mortales— dentro de su contexto español y europeo, en el segundo. Podría pensarse que la modalidad suicida adoptada por los terroristas que utilizaron como arma de destrucción masiva aeronaves comerciales en Estados Unidos contrasta con el proceder de los que reventaron trenes de cercanías en España. Pero estos últimos no se suicidaron entonces porque sus planes no terminaban ahí. Habían elaborado una lista de nuevos blancos y alquilado un inmueble cerca de Granada. Incluso se hallaron cartas de despedida o testamentos de dos de los implicados en los atentados de Madrid. Cuando la policía localizó su escondite de Leganés, el 3 de abril de 2004, no dudaron en morir mediante un acto de terrorismo suicida.

Los atentados del 11-S, decididos y financiados por los dirigentes Al Qaeda, fueron perpetrados por un elenco de individuos de ideología yihadista, en su mayoría de nacionalidad saudí, expresamente entrenados para ello, cuyo cabecilla era el estudiante universitario egipcio Mohamed Atta. Este, siguiendo las órdenes que recibió de Osama Bin Laden en Afganistán, formó en Hamburgo una célula de aquella estructura terrorista. Tras lo sucedido en Nueva York y Washington, el rastreo de los contactos telefónicos por parte de los servicios de inteligencia puso de manifiesto que esa célula estaba en relación con la célula que igualmente Al Qaeda había conseguido articular en España hacia medidos de la década de los noventa, aglutinando, sobre todo, a individuos de origen sirio y marroquí. Más aún, que el propio Atta y algún otro destacado implicado en los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono estuvieron en nuestro país, en Madrid y Tarragona, concretamente, semanas antes, para ultimar detalles e informar a la cúpula de Al Qaeda de los pormenores de la operación.

Una vez puestas en evidencia las conexiones entre Mohamed Atta, jefe de la célula de Al Qaeda en Alemania, y Abu Dahdah, su homólogo en la de España, una autorización judicial permitió a la policía, en noviembre de 2001, desmantelar esta última casi en su totalidad. Casi, porque algunos integrantes de ese núcleo yihadista, pese a haber sido investigados aquí y en otros países circundantes, no fueron detenidos y desempeñarán papeles operativos fundamentales en el 11-M: Serhane ben Abdelmajid Fakhet —El Tunecino—, Said Berraj y Jamal Zougam. Los tres se incorporaron a una red, la del 11-M, desarrollada con el concurso de responsables del Grupo Islámico Combatiente Marroquí y del Grupo Islámico Combatiente Libio. Sin olvidar que Amer el Azizi, antiguo prominente miembro de la célula de Al Qaeda en España, que escapó, había tenido una relación muy estrecha con aquellos tres y se comunicaba por internet con, al menos, uno de ellos en los meses previos a los atentados de Madrid, cuando era adjunto al mando de Al Qaeda para operaciones en territorio europeo.

Así pues, el 11-S y el 11-M tuvieron en común ser expresiones del actual terrorismo yihadista y remitir, de dos distintas maneras, al núcleo central de Al Qaeda en Pakistán. Pero si esta última ideó, planificó, preparó y ejecutó por sí misma los atentados de Nueva York y Washington, los de Madrid denotaban que la amenaza del terrorismo yihadista en el mundo occidental estaba cambiando. Ya no procedía solo de Al Qaeda, sino también de sus organizaciones asociadas, más idóneas para movilizar localmente recursos humanos y materiales adecuados a las condiciones del entorno en que atentar. Al Qaeda aprobaría y en su caso facilitaría. Y proporcionaría orientación estratégica, como hizo los días 11 y 15 de marzo de 2004 a través de sendos comunicados enviados desde un país del Golfo, con el sello de la Brigada Abu Hafs al Masri —en alusión a Mohamed Atef, jefe del comité militar de esa estructura terrorista precisamente cuando se produjo el 11-S, abatido a fines de 2001 durante un ataque estadounidense en Afganistán—, a cuyas directrices se atuvieron los autores del 11-M.

Porque el 11-S y el 11-M tuvieron también en común una misma estrategia: utilizar el terrorismo para golpear la presencia occidental en países cuyas poblaciones son mayoritariamente musulmanas. El propósito declarado de los atentados en Nueva York y Washington, sobre la base de un odio a Estados Unidos, fue provocar que se implicara en una contienda, como resultado de la cual abandonase Oriente Próximo. Es obvio que Al Qaeda no se ha salido con la suya, aunque la invasión de Irak en 2003 y el modo en que las autoridades norteamericanas condujeron la situación estuvieron a punto, en torno a 2006, de ofrecer a los yihadistas un amplio dominio a partir del cual emprender iniciativas de consecuencias imprevisibles en la región. Sobre la base de una animadversión hacia España, los atentados de Madrid fueron utilizados para forzar al Gobierno, entonces del PP— pero cualquiera que fuera el partido en el poder—, a retirar las tropas españolas de Afganistán e Irak. Salieron solo del segundo y debido a un compromiso electoral del PSOE, partido más votado en las elecciones generales celebradas tres días después del 11-M. Sin embargo, el anuncio de la decisión muy pocas semanas después de esa fecha hizo posible que Al Qaeda y el terrorismo yihadista se la atribuyan desde entonces como un éxito.

Además de tratarse de un mismo terrorismo y obedecer a una misma estrategia terrorista, el 11-S y el 11-M tuvieron igualmente en común el hecho de que, tanto en Estados Unidos como en España, se infravaloró con anterioridad la amenaza —aun cuando en uno y otro país hubo funcionarios con conocimiento y visión que, desde el ámbito policial y los servicios de inteligencia, advirtieron de lo que podía suceder— y existió descoordinación entre las agencias de seguridad cuya labor conjunta bien podría haber impedido los atentados. En ambos países se reformaron a posteriori las estructuras de seguridad, para adaptarlas a los desafíos del terrorismo yihadista.

Eso sí, lo que el 11-S y el 11-M no tuvieron en común fue su impacto político y social. Mientras que los estadounidenses se unieron, los españoles nos dividimos, cayendo incluso en la transferencia de culpabilidad que los terroristas siempre buscan con sus atentados. Sobrecoge que esta división exista entre las propias víctimas del 11-M. Ello invita a mirar con admiración a las instituciones y a la sociedad civil norteamericana, por su cohesionada resiliencia frente al terrorismo tras el 11-S.

Por Fernando Reinares, catedrático en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Rey Juan Carlos.

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