Que van a dar a la arena...

En esta región los ríos vuelven a bajar secos. Ha sido una primavera lluviosa, pero los ciclos naturales ya no son lo que eran. Antes bastaba con esperar a que la Gran Madre cumpliera con su obligación y renovara las venas con chorros violentos que arrancaban los carrizales de la ribera y limpiaban de ramas muertas y bichos dañinos los cauces. Si la Gran Madre se dormía, pues aunque era de suyo cariñosa no dejaba de ser olvidadiza, llegaba el momento de sacar los santos con mucho ropón, figurilla de escayola y salmodia, para que el Gran Padre le metiera prisa a su señora.

Ahora, francamente, los Grandes Padres y Madres nos han dejado solos, porque ya ni ellos son capaces de ordenar el sindiós que hemos montado.

El año pasado, el Ter ni siquiera desembocaba en el mar. Llegaba hasta allí medio muerto y luego, resignado, se filtraba dócilmente en la arena como buscando su tumba, pero desembocar, lo que se dice desembocar, nada de nada. Se formaba allí un enorme charco quieto sobre el que volaban los insectos caníbales y los chupasangres. Poco a poco, un verdín globuloso cubrió con un manto hediondo la hectárea. Algunos bañistas de las calas adyacentes, por lo general broncíneos nudistas, retiraban sus toallas hasta un kilómetro para escapar al contagio. En ciertas noches sin luna se vio desde Torroella el fulgor de las aguas muertas como un fuego de San Telmo.

Los ríos han dejado de ser venas y arterias de la circulación sanguínea del agro. Son ahora máquinas y artefactos que aún mantienen la forma de los viejos ríos, pero que nada tienen que ver con ellos. Se les trata con la misma neutra condición que a una siderúrgica o a un hospital de infecciosos. Es cuestión de ver cómo succionamos el producto y a cuánto sale el litro. Todo lo demás queda para los poetas.

Inciso sobre los poetas. Sin la menor duda, los ríos fueron una creación de los poetas. Cada aldea tenía su corriente, su orilla, sus vegetales y su animalia, en fin, su peculiaridad a lo largo del cauce. En unos pueblos las aguas hacían pozas donde se bañaban las criaturas y en otros no, los había de corriente rápida y espumosa, los había de remanso para libélulas y zapateros. Nadie podía pensar en el río como totalidad, siendo un organismo tan prolongado, tan diverso, tan contradictorio.

Un minucioso y excelente observador como Heráclito, el griego, afirmaba algo que es perfectamente incompatible con el río entero, y es aquello de que "no puede uno bañarse dos veces en el mismo río". En efecto, es imposible, pero porque Heráclito, que no era poeta sino científico, veía en el río un conjunto de secciones cuya totalidad no podría darse por unificada hasta que Leibniz inventara el cálculo integral, de modo que el río le parecía al heleno una continuidad discontinua que no se dejaba pensar de un solo golpe, a la manera del tiempo de Zenón y al contrario del sonido de las olas del mar, que no hay modo de oírlas una a una porque siempre van de colectivas y solidarias.

Los poetas, en cambio, cuando hablaban de los ríos se referían a ellos como a un todo, con su carácter y demás espíritus adyacentes. Quizás me dejo llevar por el oficio, pero el Rin es un río que Hölderlin entregó a los alemanes como quien deja en tus manos el cachorro de un tigre, el Moldava se lo dio Smetana a los checos, y cuando Garcilaso decidió que las "corrientes aguas, puras, cristalinas" estaban festoneadas por unos árboles que se miraban en ellas como Narciso en el espejo, le dio a Castilla la mayor parte de sus regatos estacionales e innominados. Y esto sigue siendo así tan tarde como en el siglo XX, cuando Eliot escribe aquello de que el río "es un inmenso dios pardo", refiriéndose nada menos que al Támesis lodoso, el cual, sin embargo, había dejado de ser un dios cien años antes y es el modelo originario de cómo los ríos han pasado de ser animales vivientes a industrias integradas en el ramo químico y farmacéutico.

Que el Ter vaya muriendo no se debe tan sólo a que ya no esté entre los seres vivos, sino a que tiene clavada en su lomo una sanguijuela hercúlea que le roba toda la sustancia. La mayor parte de sus aguas van a dar de beber y duchar a los barceloneses, los cuales, como se sabe, aunque la oficialía cuenta dos millones de ciudadanos, en la realidad material, en esa mancha de petróleo que es la ciudad de Barcelona, reúne casi cinco millones de vecinos.

Es perfectamente imposible dar agua a tanta gente, entretener sus jardines, cuidar sus campos de golf, sus fuentes ornamentales, sus industrias, y pretender que alguna gota llegue hasta la desembocadura gerundense. De hecho, el agua que llega hasta allí en los años malos, como el pasado, no es agua del Ter, sino de las depuradoras.

He aquí de nuevo el actual carácter técnico de lo que antes fue un animal vivo. Las aguas residuales discurren por el camino que en otro tiempo abrió el río Ter, pero ya no son del río Ter, sino de un ente advenedizo y pestífero generado por las industrias que desean ver a todo río convertido en su cloaca privada.

Ya el año pasado (¿o fue el anterior?, da lo mismo, volverá a suceder de inmediato) los barceloneses estuvieron a punto de quedarse sin agua. Recuerdo las carreras, los embarazos, el desconcierto boquiabierto, los empujones de las autoridades para no salir en la tele afirmando que traerían agua en cargueros valencianos, en camiones aragoneses, por canales franceses que chisporrotean de radiactividad. Juraron que ya estaban a punto de dar agua las desalinizadoras (otra máquina acuífera temible), y los ayatolás amenazaban con tomar el Ebro al asalto.

De pronto, y sin que nadie lo esperase, la Gran Madre despertó, o quizás había vuelto por allí para recoger unas pertenencias olvidadas, y remojó el desierto catalán.

Como por milagro, las voces callaron, los políticos se pusieron el bañador, chuparon el tubo, calzaron los pies de pato y se largaron a Miami (la izquierda) y a Port Aventura (los nacionales). Un silencio magnífico arropó los campos frescos, los torrentes renacidos, la potente masa del río que corrió hacia el mar con el ímpetu de los resucitados.

Había sido un milagro, porque la sed de Barcelona no tiene remedio si no se hace algo inteligente y peliagudo, pero los políticos creen que no creen en los milagros, cuando en verdad son los únicos que aún creen en ellos. Y por haber sido un milagro, todo regresa. Este año, ya por junio el río Ter viene pálido e inapetente, baja cargado de fecalidad y química. Barcelona y sus turistas (si acaso en Barcelona hay algo más que turistas) bebe insaciablemente, riega sus parques, llena sus piscinas, cuida sus campos de golf, sin memoria, sin pasado.

Creo que nadie ha derogado todavía una ley del franquismo, según la cual el agua del Ter debía destinarse por entero a Gerona y sólo cuando hubiera exceso de caudal podía llevarse a Barcelona. Aquél también creía en los milagros.

Eliminan las estatuas de Franco porque no hay caballo de bronce capaz de cocear al que lo derriba, pero a ver quién es el guapo que borra de una vez a Franco de la legislación del agua. Se necesitaría un milagro de los que incluso el Vaticano pone en duda. Otra razón para que los políticos españoles crean en los milagros.

Félix de Azúa, escritor.