¡Qué vergüenza!

"¡Qué vergüenza!, ¡qué falta de educación! Esto lo arreglaba yo rápido y bien sé cómo". Así increpaba una señora a la madre de un adolescente, elevando el volumen de su voz para ser bien oída. La madre agachaba la cabeza, mordiéndose la lengua para no gritar su realidad, preguntándose cómo era posible que no se diera cuenta de lo que pasaba. Me lo contaba esa mamá, con lágrimas y rabia en su mirada, y aún sin entender muy bien por qué. Ella estaba en el autobús, con su hijo, un joven con la sombra del bigote ya asomando, que se había sentado en el primer sitio que encontró. El chaval fue más rápido de reflejos que una señora de edad que no pudo adelantarse a este joven con autismo y discapacidad intelectual, sin lenguaje verbal y sin aspectos exteriores que marcaran su condición. De esto, hace ya más de treinta años.

Hoy, en estos tiempos de forzado confinamiento, se vuelve a repetir la historia. En realidad, nunca, lamentablemente, ha dejado de producirse. Hoy, gentes, no todas, realmente una minoría, se erigen en vigilantes desde los visillos, agentes del buen orden, aunque nadie les ha autorizado para esa tarea. Desde la atalaya de la lejanía y con el corazón, seguro, convencido de su buena labor para la buena marcha de su comunidad, gritan de nuevo "¡qué vergüenza!" a quienes ven por la calle. No les importa que sean profesionales invisibles que marchan o vienen a sus puestos de trabajo en hospitales o centros sociales de apoyo a personas vulnerables. O lo hacen contra mamás o papás que pasean durante un rato con su hija o hijo con discapacidad a quien le cuesta un mundo regular su comportamiento, más aún en esta situación incomprensible desde su entender.

¡Qué vergüenza la falta de escucha, de empatía de ciertas personas! No solo en estos momentos, probablemente caminan con esa incompetencia desde hace muchos años en los que han alimentado una sutil psicopatía orientada hacia la diferencia, hacia la diversidad, generadora de estigma en la persona vista diferente y, por tanto, amenazadora para el buen orden por el que se confieren el poder de juzgar antes de saber. Su cerebro carece de puertas de contención que tendrían la función de, antes de abrir la boca o incluso el pensamiento, pararse a valorar, en unos segundos al menos, que son posibles otras explicaciones, que quizá esa otra persona que ven, ese joven del autobús, la mamá con su hijo paseando en tiempos de aislamiento forzado (no es, lamentablemente, el único aislamiento forzado que ha vivido o vive esa mamá, ese joven...), ese mendigo, esa persona mayor..., también ella misma, la del visillo, tienen razones para hacer lo que hacen.

Quizás carecen de recursos o capacidades para afrontar esta vida que pareciera que entendemos pensando solo en un prototipo que se podría caracterizar por ser varón, urbano, heterosexual, adulto joven, con dinero, salud, dos cuartos de baño en su casa de la ciudad. La vida es afortunadamente diversa. La policía de balcón también tendrá sus razones: quizá el miedo, la necesidad de sentir que la vida está ordenada, organizada y sin fisuras, que la vida es comprensible y que las personas se ajustan a esa norma. Y si no, que se pongan una señal que les visibilice como autorizadas a su diferencia, como el uniforme de policía, del personal sanitario cuando esté en el hospital, para diferenciar quiénes somos cada cual.

Pero una cosa es una señal, como el uniforme de un profesional, y otra muy distinta el estigma denigrante. El estigma, término definido por la RAE como "marca impuesta con hierro candente, bien como pena infamante, bien como signo de esclavitud", hace a quien lo porta, a quien lleva la marca perteneciente a un colectivo, menos preciado -menospreciado-, menos valorado, infamante. El estigma conlleva la destrucción de una identidad valorada, el menoscabo de la autopercepción de dignidad inherente a todo ser humano, convierte a la persona en diana para la discriminación, el insulto y la vejación a la persona a la que se le impone, y lo hace de forma sutil y permanente en el tiempo, dejando una marca indeleble, como grabada a fuego, que no se va con independencia del cambio de circunstancias en la vida de la persona. Alguien puede decir que señalar la diferencia no sería un estigma en sí sino una señalización de la diversidad. Eso mismo se pensaba cuando a la población judía la marcaban, en unos días que mejor olvidar, con una estrella amarilla. Cuando se exponen a la vigilancia de otras personas ciertas señales de la intimidad, aumentamos la posibilidad del estigma. Las señales que marcan la diferencia en colectivos vulnerables no son señales inocentes, son germen, antes o después, de marcas de hierro candente. La señalización de estos colectivos, aunque en origen la guíe cierta buena intención, es un tobogán inexorable hacia una mayor y más permanente discriminación y, por ende, hacia la exclusión social, "¡Quédate en casa!".

Hoy en día, desde la Psicología se observa que quizá la persona estigmatizadora lo es como consecuencia de ser una persona con limitaciones importantes en ciertas competencias y habilidades sociales. Capacidades como la confianza en que la conducta de otra persona tiene razones sensatas para ser realizada, o ponerse en el lugar de otra persona, la empatía, por ejemplo, serían claves para entender este comportamiento.

Todo esto es ciertamente complejo y, como tal, carente de soluciones inmediatas y definitivas. Pero sí nos alerta, al menos en mi opinión, de la necesidad de una educación desde el inicio de la vida orientada al conocimiento, la comprensión y manejo vital y cívico de la diversidad humana, a la cercanía continuada, cálida y significativa con personas diversas. Me refiero a una educación inclusiva que piense más en el bienestar personal y social, en la construcción de una sociedad justa y solidaria, que en la producción y la economía. En definitiva, también, alerta de la necesidad de construir desde las políticas y desde las conductas personales una sociedad que valore la riqueza de la diversidad, promotora de la sensata confianza en los demás. Una sociedad, en suma, basada en el respeto, la comprensión y la lucha activa por el derecho colectivo a una vida buena en común. Una sociedad que asegure el buen cuidado de cada persona y de la tierra que habitamos, sin la vergüenza humana de los estigmas.

Javier Tamarit es psicólogo experto en discapacidad intelectual y TEA. Plena inclusión España.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *