¿Queda sitio para un Estado palestino?

En los últimos años he creído que moriría sin ver tres cosas: una victoria de la Selección española en un Mundial de fútbol, el fin de ETA y un Estado palestino. La Roja acaba de demostrar que me equivocaba en lo primero y el declive de la banda terrorista hace pensar que quizá también en lo segundo. Ahora bien, no hay el menor indicio, más bien al contrario, de que vaya a despedirme de este mundo habiendo vivido el estallido de una paz entre israelíes y palestinos basada en la fórmula de un Estado en Tierra Santa para cada uno de esos dos pueblos.

En un artículo del pasado 19 de julio, The False Promise of "Direct Talks", el analista libanés Rami Khouri lo plantea así: "Deberíamos comenzar a pensar en las consecuencias de la alta probabilidad de que no haya una resolución del conflicto árabe-israelí en esta generación".

Para empezar, hay que plantearse una cuestión crucial: ¿queda sitio en el territorio del antiguo Mandato Británico para un Estado palestino mínimamente decente?

En la guerra de 1948 Israel se fundó en más de las tres cuartas partes de lo que era ese Mandato, quedando para los árabes un 22% del mismo: Jerusalén oriental, Cisjordania y la franja de Gaza. En la guerra de 1967 Israel conquistó el resto, los denominados "territorios ocupados". Las fórmulas de paz barajadas por gentes de buena voluntad contemplan que, con alguna que otra corrección, Israel se quede como en 1967 y los palestinos funden su Estado en los territorios ocupados ese año. Pero ¿cuál es su situación actual? Pues la siguiente: en Jerusalén Este y en Cisjordania hay instalados medio millón de colonos judíos; Cisjordania está partida en dos por el Muro y en múltiples fragmentos por una tupida red de colonias, carreteras restringidas, barreras físicas y controles militares israelíes; la mitad oriental árabe de la Ciudad Santa está rodeada por varios círculos de urbanizaciones israelíes que la aíslan de su espacio natural cisjordano, y el gueto de Gaza está sometido al bloqueo israelí.

En tales circunstancias, el arabista Ignacio Álvarez-Ossorio titulaba así un reciente trabajo para la Fundación Alternativas: ¿Es todavía viable un Estado palestino? Su conclusión era esta: "En lugar de liberar a la población palestina, el Proceso de Oslo la ha recluido en decenas de cantones aislados entre sí, lo que ha acentuado la sensación de que la solución de los dos Estados podría desvanecerse pronto de no alcanzarse un acuerdo en el corto plazo".

Incluso en el muy improbable caso de que se alcanzara pronto tal acuerdo, el Estado palestino, si no se desmantelan la mayoría de las colonias judías, no sería otra cosa que un archipiélago de municipalidades. ¿Y qué Gobierno israelí va a forzar a cientos de miles de los suyos a dejar lo que consideran sus hogares en la tierra bíblica de Judea y Samaria? Por no hablar de la negativa israelí a compartir capitalidad -sin dividir la ciudad- en Jerusalén.

En el curso político que concluye, muchos dirigentes internacionales han emitido este mensaje: el tiempo se acaba, hay que hacer algo de inmediato. El curso 2010-2011, afirman, puede ser la última oportunidad para la paz en mucho tiempo. Señalan dos razones. Una es que en el otoño de 2011 Estados Unidos entrará de nuevo en un largo ciclo electoral -la carrera hacia la Casa Blanca- y la capacidad de Obama para imponer una solución a las partes será aún más limitada que ahora. Otra es que, como dice el rey jordano Abdalá, el problema más insoluble para la fórmula de los dos Estados ya es el geográfico: la fragmentación del espacio palestino. El rey Abdalá fija una fecha límite para la viabilidad de esta fórmula: finales de 2010.

Las dos últimas décadas han visto toda una sucesión de eventos diplomáticos que daban grandes titulares, despertaban ciertas esperanzas y terminaban en nada, como riachuelos que desembocan en el desierto. De todos estos espejismos, el más hermoso fue Oslo. Lo conté en su día en una crónica para EL PAÍS: lloré el viernes 10 de septiembre de 1993 cuando vi ondear por primera vez la bandera palestina en la Puerta de Damasco sin que la tropa israelí descargara una granizada. Era el momento dorado de Oslo y creí de veras (mi compañero de cobertura informativa, Juan Carlos Gumucio, era más bien escéptico) que los descendientes de Isaac e Ismael habían comprendido que no tienen otro remedio que compartir la herencia de su común ancestro Abraham, aunque sea cada cual en su rincón, o sea, con dos Estados.

Pero luego vinieron el asesinato de Rabin, los atentados suicidas en Israel, la matanza de palestinos en Hebron, la provocación de Sharon, la segunda Intifada, la muerte de Arafat, el ascenso de Hamás, la radicalización en Israel, la participación en dos del campo palestino, otra guerra en Líbano, la Operación Plomo Fundido en Gaza, el asalto a la flotilla humanitaria... Violencia sobre violencia, sangre sobre sangre, mientras el tiempo seguía corriendo a favor de unos y en contra de otros.

Con la llegada de Obama pareció que Estados Unidos podría desempeñar ese papel de mediador activo y, si es menester, duro con el más fuerte que el mundo reclama. En junio de 2009 Obama, en su discurso de El Cairo, calificó de "intolerable" el sufrimiento del pueblo palestino. Su popularidad en la umma arábigo-musulmana subió como la espuma, pero hoy el presidente estadounidense pierde credibilidad a chorros: sus palabras, sabias y hermosas, no se traducen en hechos.

Aunque una semana sí y otra también circulen rumores sobre la inminencia de una "iniciativa" norteamericana, lo que el mundo contempla es que el Gobierno de Netanyahu le ha tomado la medida a las flaquezas de Obama. Incluso humilló a su vicepresidente, Joe Biden, de visita en Israel, anunciando la construcción de 1.500 nuevas viviendas en Jerusalén Este. A raíz de este incidente, en un artículo publicado el 13 de marzo en The Washington Post (Driving drug in Jerusalem), Thomas Friedman reprochó a Obama su falta de firmeza con Netanyahu ("lo último que necesita el presidente es dar la impresión de que el aliado más dependiente de Estados Unidos puede zarandearle").

Salvo durante un cierto tiempo con Rabin y Barak, los Gobiernos israelíes transmiten la impresión de falta de voluntad para resolver el conflicto. La política de colonización, con sus altibajos tácticos, no solo puede violar la Cuarta Convención de Ginebra, que prohíbe a una potencia ocupante instalar a su población en territorios ocupados, sino que va haciendo físicamente imposible un Estado palestino. Es como si Israel hubiera decidido que puede vivir así de modo indefinido. No solo es más fuerte, sino que, desde su génesis y nacimiento, está acostumbrado a la vida dura y el continuo guerrear. Ahora no son pocos los que allí piensan que un ataque contra Irán serviría para cambiar de tercio y anular las más bien timoratas presiones internacionales para solucionar la tragedia palestina.

¿Quiere Israel cohabitar con un Estado palestino? Ya sabemos que la respuesta oficial es afirmativa, pero prolongar las negociaciones, proseguir la colonización, practicar la política de hechos consumados, ganar tiempo, todo esto da que pensar.

¿Qué pueden hacer los palestinos? ¿Una declaración unilateral de independencia al final del próximo curso? ¿Se sumaría a ella Hamás, que controla Gaza? ¿Cómo reaccionaría Estados Unidos? ¿Haría algo la Unión Europea? ¿Saldrían de su abotargamiento los frecuentemente despó-ticos y corruptos Gobiernos árabes? ¿Cuál sería la actitud de los nuevos actores regionales: los movimientos islamonacionalistas Hezbolá y Hamás, la Turquía de Erdogan, el broncoso Irán de los ayatolás?

Van pasando los cursos y la cosa se complica cada vez más. Las preguntas sin respuesta se amontonan. ¿No estamos ante un Gran Israel de facto, dueño de toda Tierra Santa, con algunos bantustanes autónomos palestinos en su interior? ¿No suena eso a la Sudáfrica del apartheid? Si es así, tal vez no fuera disparatado lo que barruntaba el intelectual palestino Edward Said al final de sus días: hágase, pues, el Gran Israel en todo el antiguo Mandato Británico, pero, eso sí, con plenitud de derechos civiles para todos los árabes que vivan allí.

Esta fórmula de un único Estado con igualdad, que provoca sarpullidos instantáneos en los interlocutores oficiales israelíes, ha sido evocada últimamente por destacadas personalidades palestinas como Sari Nusaybeh, Nabil Shaaz y Saeb Erekat.

Sí, ya sé que esto es aún más improbable que lo vean mis ojos, pero tal vez, por qué no, ahí está Mandela, puede ser lo que vean los ojos de mis hijos o de mis nietos.

Javier Valenzuela