España es una cosa muy vieja pero los españoles hay que hacerlos nuevos a cada generación. Afirmación autoevidente. No hay culturas ni lenguas propias: todas son aprendidas, es decir, enseñadas. Quien tiene hijos sabe que, al nacer, los seres humanos no tienen ni idea de cuál es su cultura o lengua nacional ni les interesa. Poco a poco descubren una tradición, que, por haber nacido aquí y no allá, está a su alcance y los vincula más estrechamente con unas personas que con otras. Los países, formaciones históricas y carentes de esencia o identidad, son herencias que pasamos de generación en generación. Unos españoles hacen otros españoles. Lo mismo italianos, franceses y alemanes. Por supuesto, vascos, catalanes y gallegos. No es una identidad –término que nunca debió abandonar el reino de la lógica– lo traspasado, sino una tradición, y, de cuanto recibido, de nuestra voluntad depende aquello que incluir en la herencia que hemos de pasar, de mano a mano, de corazón a corazón: una o dos lenguas, las historias de las que queremos que nuestros hijos guarden memoria y sean legatarios.
Hoy sabemos que esas cadenas de transmisión son más precarias de lo que cabría suponer. Albures de la historia las interrumpen y pueden revertir. A un nacionalismo aglutinador le sucede uno contractivo. En el siglo XIX, el movimiento ilirio agrupó a los pueblos eslavos meridionales que ansiaban compartir una patria: Yugoslavia. Una generación más tarde, aquellos nacionalistas ya eran específicamente serbios o croatas o eslovenos. En España, padres o abuelos con conciencia de ser españoles tienen hijos o nietos sin conciencia de serlo. A la inversa también puede ocurrir. A partir de cierta escala, importa más la socialización en la escuela y los medios que la familiar.
España es un país singular en este aspecto. Su construcción como nación liberal –obra decimonónica en la que, como todo historiador sabe –con la excepción de Xavier Domènech– contribuyeron ilustres vascos y catalanes, no alteró una estructura territorial regionalizada. La nueva ciudadanía política nacida en Cádiz no borró los afectos locales. Cristalizó un «doble patriotismo», en acuñación de Fradera. Hasta que el nacionalismo romántico basado en la lengua no reemplazó al nacionalismo liberal o expansivo de la primera mitad de la centuria, eso no fue un problema. Para dar cuenta de esta genealogía las acuñaciones tipo nación de naciones son estériles y confundentes. El Estado-Nación de la modernidad no es, contra lo que supone una superficial politología, el Estado-que-contiene-una-nación, sino el Estado-que-ha-creado-su-Nación, una nación de nuevo cuño, vehículo de ciudadanía igualitaria. No una realidad de geografía humana, que buscar como detectives demoscópicos, sino un concepto normativo, un postulado necesario de la noción de ciudadanía común e igualitaria. Por eso nacional y ciudadano, ciudadanía y nacionalidad son modernamente términos sinónimos. Un imperio puede ser plurinacional (se diría que de otra clase no hay). En un Estado democrático, en cambio, no cabe la plurinacionalidad: admitir más de una nación –cuando no es bagatela retórica, como en unas pocas constituciones latinoamericanas– es tanto como admitir varias ciudadanías, algo vedado por el propio ideal democrático.
Cosa distinta es que al hablar de país no siempre hablemos de España. País, usado a menudo como sinónimo de Estado o Nación –los lenguajes naturales no se obligan, como los científicos, a la univocidad– retiene su acepción de proximidad. Lo sugiere su parentesco con paisaje o paisano. Paese, en italiano es, según contexto, «pequeño pueblo» o «nación». En el bistró de la centralista Francia «jambon du pays» es un producto local. España es rica en la germinación de esas geografías humanas con idiosincrasia propia. Aun en el interior de Cataluña, País Vasco o Galicia. Las Alpujarras, en Andalucía; El Bierzo, en León; La Alcarria en Castilla, o el Ampurdán, el «petit pais» de Josep Pla, en Cataluña. Así, José Carlos Llop sugería, en una entrevista en este periódico, que «en el 98 se tenía conciencia de nación, no sólo de país». Concuerdo: la cadena se ha roto. Y sin ese sentimiento de nación o de comunidad política, distinto y superpuesto al de la tierra, patria chica o país de uno, la existencia del Estado democrático, que engloba sin anularlas las pertenencias locales en una ciudadanía ampliada y solidaria, es ya solo inercial y convocada al derrumbe.
¿Cuántas naciones hay en España? Es la pregunta equivocada, propia de una concepción etnográfica de la política. La pregunta es cuántas queremos que haya. Y España, si ha de preservarse como Estado democrático, no puede permitirse no ser una nación, es decir, no disponer de una comunidad de ciudadanos leales unos con otros y con las instituciones comunes. Si uno quiere que un canario tenga iguales derechos y deberes que un gerundense, y participen ambos en la redistribución de la riqueza, representados en una asamblea común, entonces está postulando como necesaria una nación política española. En nuestro país, los federalistas suelen aceptar que el federalismo solo es posible en presencia de lealtad. ¿Pero qué es lealtad sino otra palabra para nación? Eso no implica uniformidad en las costumbres, empezando por la lengua, pero sí que todos los españoles reciban suficientes hebras comunes para tejer un sentimiento de solidaridad y simpatía recíprocas, que no es la sentida hacia un letón, un kirguís o un coreano. España es, decíamos, en su constitución histórica, un equilibrio entre una herencia común y una herencia propia de cada región. Si en el binomio falta lo propio, entonces la comunidad no es inclusiva; si falta lo común, entonces no hay comunidad. Y lo estigmatizado de un tiempo a esta parte no es lo propio, sino lo común, a empezar por la degradación de la koiné, la lengua española o castellana, a lengua extranjera en ciertas comunidades, con Cataluña y Baleares a la cabeza. Desprecio inobjetado por sucesivos gobiernos centrales y avalado por el actual, a través de la Ley Celaá.
Volvamos al inicio: ¿queremos que haya España? No otra es la pregunta, agotada la reserva de perífrasis que intentan paliar al contrasentido de una política basada en el desatornillaje del Estado a demanda de partidos que declaran paladinamente que no quieren que haya España. La pregunta interpela a la derecha, tan a menudo encastillada en la babia de sus intereses económicos. Pero sobre todo, a la izquierda, vanguardia, incomprensiblemente, de la desnacionalización del Estado y el desprecio a lo común. ¿Es preciso advertir que sin común no habrá público? ¿Que sin nación no hay redistribución? No se hacen hospitales públicos para crear comunidad; se hacen porque hay comunidad, dispuesta a sufragar con impuestos el gasto para atender a conciudadanos, que, me permito insistir, es tanto como decir connacionales. ¿Queremos que haya España? ¿Lo quieren los señores Iceta y Puig? ¿Las señoras Armengol, Chivite o Mendia?
No cabe escabullirse, arguyendo querer «otra España, no la de la derecha rancia, etc». «Otra España» en la que no se reserve espacio a lo común entre españoles y sus símbolos no es ninguna declinación posible de lo español, sino sencillamente, su negación. Nadie que no tenga una idea de las competencias que debe retener el Estado central, puede llamarse federalista. Eso no hay ciempiés retórico que lo salve, como esa última zanahoria verbal, salida de la ceca del socialismo valenciano. ¿Qué es esa «España de las Españas» que pregona el Sr. Puig si no el pacto del 78? Su desarrollo legal se ha hecho a sabor de las élites periféricas. ¿Acaso la España de hoy es más centralista que la de entonces? Y si el trato está roto, ¿quién lo rompió? ¿El Estado que abrió escuelas en vasco, catalán o gallego, declarándolas, con justicia, lenguas españolas, o las élites de las comunidades que dijeron: solo una de las lenguas que hablamos es nuestra?
Cosas así se pueden escribir desde la preocupación, la rabia o el fatalismo. Yo lo hago desde la perplejidad: la visión de un país, el nuestro, lleno de potencial, rico en su tradición como pocos, pero poseído por una extraña pulsión de muerte, como si se hubiera cansado de existir. La energía para abordar sus problemas reales se desvía terca, inútilmente, a una crisis existencial provocada por décadas de simonía presupuestaria y de preferencia por el enemigo remoto frente al adversario próximo. Una política a ras de suelo que nos remonta hasta el problema inicial y primitivo: el de la conservación de la comunidad. Cualquier misión reformista seguirá obstruida en tanto no despejemos este inquietante punto de interrogación, con sinceridad y coherencia, sin trucos retóricos ni componendas sin composición: ¿queremos que haya España?
Juan Claudio de Ramón es escritor.
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Es imposible un federalismo desde arriba por cuanto la federación exige que sujetos libres acuerden los términos y se adhieran a ellos. Habría que desmontar el estado y reconstruir uno nuevo con los que quieran federarse. No se puede federar uno con quien no quiere. El estado, cualquier estado, lo que quiere es perpetuarse y para ello se acomoda a uno u otro sistema político, tan respetuoso en España como que incluso admite y protege el discurso del que quiere destruirla y lo dice y lo intenta. España es un estado, un reino, reconcido, mediano en su poder e influencia pero indispensable para el bienestar general de los peninsulares (bien quisiera que España y Portugal se federaran y dieran lugar a una Federación Ibérica, única posible) y el equilibrio de la geopolítica mundial que no dejará que esto sea una macedonia yugoeslava (esperemos). De no haber unidad este solar sería un despojo que repartir entre las potencias, incluida Marruecos. Para quebrarlo hace falta algo más que la voluntad de un puñado voluntarioso y parlanchín. Pero todo puede suceder, porque al estado no sólo lo rompe las revoluciones, sino la decrepitud, que creo yo es nuestro mal y el de Europa, en un mundo joven nos estamos convirtiendo en estados residencia, una novedad.
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"En un Estado democrático, en cambio, no cabe la plurinacionalidad: admitir más de una nación –cuando no es bagatela retórica, como en unas pocas constituciones latinoamericanas– es tanto como admitir varias ciudadanías, algo vedado por el propio ideal democrático". Dígaselo a los británicos (Reino Unido está formado por cuatro naciones), lumbrera.
PS: El título del artículo debió ser: "¿Queremos que España sea un Estado jacobino al estilo francés?". La respuesta (obvia) es no, por cierto.
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¿De verdad es necesario insultar? Lo del «lumbreras» sobra.
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Cierto. Lo retiro.
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Gracias.