Queremos tanto a Julio

Hay que repasar las cartas del último periodo de la vida de Julio Cortázar para entender de nuevo por qué se le quería tanto. En la vida y en la literatura.

En esas cartas, que editó su primera mujer, Aurora Bernárdez, está la crónica más completa de su vida; que un hombre tan privado contara tanto de lo que le sucedía, muestra hasta qué punto quiso ser abrazado y entendido incluso cuando más distante se mostraba respecto al recuento de sus propias vicisitudes.

De su intimidad dice poco, pero de su dolor dice muchísimo. Leí ahora otra vez esas cartas; tras esa lectura, como el pago de una deuda que uno tiene con quien le regaló un tesoro, anidó en mí un afecto muy especial por el hombre, esa persona que disimuló sus tormentos a veces con altivez y a veces con una timidez que le atosigaría toda la vida.

En estas cartas estallan todos los conflictos literarios y políticos que acuciaron la vida de Cortázar en una época crucial del devenir latinoamericano. Digamos que el autor de Rayuela, que había viajado a París para hacerse un escritor, se hizo entonces, y rabiosamente, un latinoamericano, con todas sus contradicciones.

Hubo varios detonantes. El más doloroso fue el caso Heberto Padilla, tras la detención y la confesión obligatoria y que convirtieron al poeta en un elemento central de la perplejidad con que la intelectualidad latinoamericana y española (y mundial) acogió los métodos del castrismo para tratar a aquellos que se apartaran del redil. Cortázar firmó una primera carta reclamando información a Fidel Castro acerca de este episodio que iba a ser tan pegajoso después. La reacción de la dictadura fue alevosa; Castro arremetió contra esos intelectuales que pedían cuentas. Y Cortázar no se esperaba esa reacción altamente intimidatoria. Hasta el punto de que reclamó más detalles a Roberto Fernández Retamar y a Haydée Santamaría, que eran guardianes intelectuales de Casa de las Américas.

La lectura de las cartas que Cortázar escribió durante ese volcán, que tuvo su epicentro en 1970, produce hoy muchísimo dolor; en primer lugar, porque apunta a un periodo en el que muchos vivimos las contradicciones derivadas de nuestra propia relación con la Revolución. Aquello fue un latigazo que dividió el mundo en dos partes difícilmente conciliables: los que consideraban, como Fidel, que fuera de la Revolución nada estaba permitido y los que creían que la Revolución había roto su compromiso con lo que de ejercicio de la libertad hay en la cultura.

Aquel periodo dejó muchísimas heridas, que aún siguen abiertas. Cortázar aceptó que para la Revolución era complicado aceptar a los disconformes, siguió pidiendo información sobre lo que sucedía, pero, a juzgar por su actitud que en las cartas queda explícita, aceptó lo que le decían sus queridos amigos Haydée (a quien empezó tratando de usted hasta que, para gran regocijo suyo, se tutearon) y Roberto. A veces en esa relación con Cuba hubo tropezones, y a veces Cortázar se encrespó, pero volvió pronto a sosegarse. El sosiego no podía ser completo, claro, porque como resultado de esas escaramuzas había arañado relaciones o sentimientos que para él eran claves, como escritor y como ser humano. Por ejemplo, Mario Vargas Llosa. Ya forma parte de la historia, pero en aquel momento la historia era explosiva. Vargas Llosa, como otros intelectuales y escritores hispanoamericanos, habían declarado su ruptura con el castrismo, se cruzaron cartas, y Cortázar se quedó en el lado de allá, en el lado de Cuba. Son muy conmovedoras las cartas de reencuentro, aunque sutiles; reconstruyen la relación familiar (a los hijos de Patricia y de Mario Julio los llamaba "sobrinos"), y volvió esa familiaridad a marcar la vida epistolar. Se palpa en algunos párrafos la incomodidad habida, al menos en el lado de Cortázar, que es el que conocemos, pero se advierte en esos filamentos sentimentales que dominan su correspondencia cuánto le importaba que una riña de carácter político rompiera el espejo de viejas amistades.

Eran fechas decisivas; Julio Cortázar era ya el novelista de Rayuela, una novela que fue nuestro regocijo y que marcó su relación con miles de lectores, aunque no toda su obra posterior, que en algún momento decidió marcar con la impronta de sus compromisos. Aquel suceso cubano, se ve en las cartas, marcó su manera de relacionarse con la realidad latinoamericana, apostó por sus revoluciones y por sus guerras populares, y, sobre todo, a favor de la Revolución sandinista. En la correspondencia que tiene con Mario Muchnik, su editor, y con otros amigos de la época, está claro que quiere luchar por Nicaragua, como símbolo de su compromiso con el continente del que partió un día para ser el escritor que ya era. Le dolían entonces, y le dolerían aún más luego, los lugares comunes que se lanzaron en Argentina (sobre todo en la Argentina de los militares) sobre su supuesta lejanía civil de los problemas que acaecían en su país y en otros sitios de aquel continente; que Francia (François Mitterrand) le concediera el pasaporte francés, después de tantos años en ese suelo, fue tachado allí como una traición, y Cortázar vivió esa denuncia como una de las heridas difíciles de su existencia.

La sombra militar que cayó sobre Chile, su separación (que en las cartas se adivina traumática) de su esposa Ugné Kurvelis (que por un tiempo seguiría siendo su agente) y el ir y venir constante de Europa a América, para defender a los nicaragüenses, para visitar a los cubanos y para expresar su solidaridad con los chilenos que sufrían, en el exilio o en el interior, la dictadura de Pinochet, marcaron su actitud y limitaron su tiempo para dedicarse de veras a la literatura. Lo dice, es un elemento principal de las cartas: no tengo tiempo, me voy de viaje, sufro por ello. Su militancia política fue el eje de esos años; su desamor, es decir, su ruptura sentimental con Kurvelis, ensombreció también su ánimo. Hasta que verdaderamente apareció una luz en el camino, Carol Dunlop.

Esta joven canadiense, escritora cuya literatura él mimó como la mimó a ella misma, le devolvió a Julio Cortázar la sensación que desprendía sus libros míticos, como La vuelta al día en ochenta mundos o Rayuela, que eran artefactos en los que estaba él todo el rato tratando de sobrevivir alegre en medio de una cultura que le desbordó y a veces le ahogó en una gozosa inventiva. Carol le devolvió a ese universo; en medio de padecimientos que los aquejaron sucesivamente, y que en ambos casos fueron de origen misterioso y abrupto, inventaron un viaje que iba a simbolizar ese regreso de Cortázar a una intimidad narrativa que dejaba atrás el compromiso político como eje singular de su vida. Seguía comprometido, ahora sobre todo con los chilenos y con los nicaragüenses, pero quería emprender un viaje que era un juego.

La correspondencia de entonces, que precede a la muerte de Carol y que precede también a la otra desgracia de su muerte, es como una larga carta de amistad a todos aquellos que le acompañaron a lo largo de más de medio siglo. Extrañado del infortunio, seguía jugando. Le había ganado la pelea, pero seguía adicto al juego, con América en el corazón cansado. En la última carta le dice a su amigo Jean Andreu, el 28 de diciembre de 1983, un mes y pico antes de morir: "Sigo enfermo y no puedo escribirte largo. Te agradezco tus páginas sobre lo que viste en la Argentina. [...] Pienso volver en marzo y quedarme dos meses para ir un poco al interior. Me reciben con mucho amor y no se enojaron por lo que dije en las entrevistas. Se creen ya en democracia los ilusos; les insistí en que ahora había que edificar la democracia, y no sobre una base paternalista y piramidal, Alfonsín reemplazando a Perón el mito. ¿Serán capaces? Ojalá, ¡pero cuántos chantas hay por allá! Esperemos y peleemos".

Esperar y pelear; su esperanza cayó en la casilla vacía. Las cartas te llevan a quererle más porque sus saltos desolados son, vistos en perspectiva, los que también vivió su turbulenta, rara, ilusionadísima época.

Juan Cruz

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