Querido accionista del Estado

Imagina que eres accionista de una gran empresa con pérdidas y los ejecutivos lo único que te proponen son recortes. Seguramente te preguntarás: ¿por qué no piensan en cambiar cómo se hacen las cosas y no solo en recortar? Pues, bueno, eso es lo que está ocurriendo en nuestras Administraciones públicas, cuyos ejecutivos (y candidatos a ejecutivos del partido de la oposición) centran sus propuestas en recortes. Creemos que, además de confrontar tijeras de distintos colores políticos, debemos iniciar en España pronto un debate serio sobre cómo aumentar la eficacia y eficiencia de nuestro sector público.

Nos gustaría dejar claro que no compartimos la opinión de aquellos que consideran que las Administraciones públicas españolas son generalmente ineficientes e irreformables por naturaleza. Por el contrario, algunas reformas exitosas de nuestra historia reciente, como las del Instituto Nacional de la Seguridad Social, la Agencia Tributaria o la Dirección General de Tráfico, son ejemplos admirados fuera de nuestras fronteras. Además, las Administraciones públicas españolas disponen de un enorme caudal de valiosos recursos materiales y sobre todo humanos. Pero ¿es un caudal de recursos bien aprovechados?

Quizás no, pues existe la percepción de que ha habido un freno en el ímpetu reformista o incluso un deterioro relativo -es decir, en comparación con otros países- del sector público español. Por ejemplo, si miramos la evolución durante la primera década de este siglo del indicador del Banco Mundial government effectiveness -que refleja la valoración media que diversos observadores hacen de la prestación de políticas públicas básicas en un país, como educación, sanidad, infraestructuras y calidad de la burocracia- vemos que España estaba mejor valorada en 2000 que en 2009. Un único indicador numérico nos dice poco y además podemos dudar de cómo ha sido elaborado. Pero coincide con la evolución de otros índices y, más importante, con la sensación de descontento y desconfianza ciudadana hacia las instituciones públicas españolas, que, entre otros, recoge el Movimiento del 15-M.

Esta tendencia, como mínimo, no positiva del sector público español se empieza a detectar antes de la crisis económica. Por tanto, no es simplemente una consecuencia de la misma, sino que, más bien, puede ser un factor que haya contribuido a la especial intensidad de nuestra crisis y que puede dificultar la recuperación. No estamos en condiciones de ofrecer un diagnóstico exhaustivo de los problemas de eficiencia de nuestro sector público. Pero sí queremos contribuir con una reflexión general sobre lo que consideramos un problemático denominador común que, a grandes rasgos, comparten nuestras Administraciones públicas, tanto a nivel central como autonómico y local.

Hay una concentración excesiva de responsabilidad en la cúpula de las organizaciones; es decir, en el ministro, en el consejero autonómico o en sus equivalentes en las entidades locales. Más que pirámides, las Administraciones públicas españolas son un poco como cerillas, con toda la responsabilidad acumulada en la cabeza. Eso genera muchos inconvenientes. Sobre todo, para los teóricamente beneficiados con esta estructura: unos políticos que, a la mínima, arden con la facilidad de la cabeza de una cerilla mientras el resto de la Administración puede quedar incólume.

Está claro que los que están en el mando central prefieren tener las riendas y ven con reticencia la pérdida de capacidad para controlar lo que pasa por "ahí abajo". Pero la acumulación de responsabilidad que sucede en España puede ser devastadora para los cargos políticos. Lo hemos visto cuando hay un problema con la construcción de un túnel, un accidente de ferrocarril, se escapa un recluso o se pierde el control sobre un incendio forestal. Periodistas y partidos de la oposición suelen apuntar al ministro o al consejero, cuando en muchos casos lo lógico sería que respondiera un directivo profesional intermedio.

Además, la acumulación de responsabilidad no favorece que el ministro-consejero-alcalde sea capaz de imponer unos principios uniformes y coherentes en la prestación de servicios públicos. Por el contrario, la excesiva centralización de decisiones importantes lleva a un cierto laissez faire en el que los prestadores directos del servicio están confundidos sobre qué cuestiones es más urgente priorizar. Por ejemplo, los profesores de enseñanza secundaria se preguntan con frecuencia: ¿Qué quieren, excelencia o cohesión social?

Por tanto, creemos que un nuevo impulso reformista en las Administraciones españolas debería basarse en el principio de descentralizar responsabilidad (y poder) de los máximos responsables políticos tanto "hacia abajo" como "hacia fuera". La Administración del futuro debería corresponsabilizar más de la prestación de los servicios públicos tanto a directivos y empleados públicos como a los propios usuarios. Queremos centrarnos en tres propuestas.

En primer lugar, España puede avanzar mucho más en las reformas que han modernizado la gestión de las Administraciones de los países desarrollados durante los últimos 20 años. Los nuevos modelos de gestión pública buscan una mejor conexión entre el "cielo" -el nivel político- y "la tierra" -el nivel operativo administrativo-. La idea es permitir a los gestores públicos que se sitúan entre la cúpula política y la base administrativa convertirse en verdaderos directivos.

La adaptación de estas recetas gerenciales a las Administraciones públicas podría suponer: a) Limitar el número de niveles administrativos a unos pocos (en el caso de las Administraciones públicas: el nivel político de gobierno, el nivel de grandes direcciones generales al estilo de lo que es hoy, por ejemplo, la Dirección General de Tráfico, y el nivel de unidades de gestión de servicios potentes dentro de aquellas); b) Desarrollar objetivos para las unidades no en función de sus operaciones internas, sino de su contribución a metas relevantes; c) Vincular la promoción de los empleados a la evaluación de su rendimiento.

La segunda propuesta sería "romper" las organizaciones grandes en entidades más pequeñas, que actúen de forma autónoma y compitan entre ellas. Se trataría de descentralizar poder de la oficina central del ministerio a la dirección del centro escolar, de la oficina de empleo o del centro de salud. Ello significaría: a) Calcular la dotación económica que precisa el servicio en función de criterios objetivos como el número de alumnos, de usuarios o pacientes; b) Dejar libertad de gestión a los responsables de esas entidades, incluyendo la contratación de personal entre candidatos acreditados para la función.

En tercer lugar, también es necesaria una mayor responsabilidad del usuario en el momento de acceder o beneficiarse de algunos servicios. Urge desincentivar ciertos comportamientos abusivos: una frecuentación excesiva en asistencia primaria, que un estudiante universitario repita una asignatura por encima de un número razonable de veces o que una persona sin empleo esté inactiva. Y sí, nos referimos a esa palabra casi proscrita en el debate público en nuestro país: el copago. La experiencia de otros países nos enseña que es posible introducir copagos sencillos y, a la vez, socialmente justos. Por ejemplo, que todos paguemos una cantidad lo suficientemente elevada (unos 20 euros por visita médica) para evitar un abuso de los servicios, pero con un límite anual lo suficientemente bajo (unos 100 euros al año) para no discriminar a los más necesitados económica o sanitariamente, como los enfermos crónicos. La posibilidad de gratuidad total o reembolso debería quedar limitada a colectivos extremadamente vulnerables y no, por ejemplo, a todos los pensionistas.

Como accionistas del Estado, nos gustaría que estas propuestas, y no solo los recortes presupuestarios, formaran parte del debate político para salir de la crisis.

Por Xavier Ballart, profesor de Administración Pública y Políticas Públicas en la UAB, y Víctor Lapuente Giné, profesor en el Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo.

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