Queriendo saberlo todo

La otra tarde, al despedirme de una amiga en su casa, me ofreció una bolsa llena de cosméticos casi sin estrenar. “¿Los quieres?”, me preguntó. “Yo no voy a usarlos. Les he pasado la app y son muy cancerígenos. A lo mejor tú no has empezado con esto y todavía te da igual.” Tenía razón, yo todavía no había empezado con eso. Pero no quise aceptarlos, aunque estaba segura de que eran productos caros y en un día no muy remoto, atrás en el tiempo, a mi amiga le parecieron muy buenos. Me volví a casa taciturna. ¿Cuánto más quiero saber de este mundo ruin?

Pero, a los dos días, caigo. Siempre cabe un poquito más de miseria en el corazón. Saberlo todo es imposible y, además, tras una verdad comercial hay 100 mentiras, pero la tentación de acumular sufrimiento a la par que clarividencia es demasiado barata. Cuando la niña por fin se duerme, me descargo la aplicación. Esta analiza, con una simple pasada del móvil por el código de barras, productos de alimentación y cosmética y, de forma bienintencionada (me informo de ello), ofrece su veredicto: excelente, bueno, mediocre y malo. En otras palabras, descifra cuánto me falta para terminar de cavar mi propia tumba y por supuesto la de mi descendencia, lo cual es más delicado.

Decido empezar por una crema facial que he comprado recientemente y cuya caja aún no he sacado del envoltorio de plástico. No sin cierto miedo (la adquirí con ilusión, por su aroma a manzana y su protector solar), abro la app y paso el código por el objetivo. En menos de dos segundos respiro aliviada, porque no hay información sobre mi producto en la base de datos. Esa nada informativa me da una prórroga: podré estrenarla, untarme un poquito de la crema mañana por la mañana y salir a la calle sintiendo que nadie verá lo que yo veo, sintiendo que no está pasando lo que es inevitable que pase, olvidándome de que soy mortal. Al serme concedido el beneficio de la duda, que en estos casos es prácticamente una absolución, decido no probar con los códigos de barras del resto potingues que tienen que ver con la belleza, esa tortura.

Pero antes de salir del baño, me acerco a la ducha y cojo mi bote de champú. Lo venden en todos los supermercados y recuerdo que salía mucho en los anuncios de la tele cuando veía tele. Es una marca conocida y barata y, mientras escaneo el código de barras, pienso que esta vez no voy a salirme con la mía. Pero me equivoco; el veredicto es bueno. “Bueno”: sin silicona nociva, sin sulfato nocivo y con un riesgo limitado de un montón de otras sustancias que suenan todas mal. Riesgo limitado. Como la vida cuando nos la tomamos en serio, supongo. Por apenas cinco euros, mi cuero cabelludo y mi espíritu están a salvo. Trasteo un poco más en la app y así descubro que las mediciones de alerta dependen de la presencia de disruptores endocrinos (mi amiga comentó este término la otra noche, pero yo no sabía de qué hablaba), alérgenos y carcinógenos. Carcinógenos: no hay nada que dé más terror. Quiero salir ya del baño, pero al final le echo valor y cojo el champú especial que compré para mi hija, en una farmacia, mucho más caro y con una tipografía que dan ganas de dormir en ella. Mierda. Lo sabía. “Mediocre”. Por culpa del phenoxyethanol, que comporta un “riesgo medio”. Un riesgo medio es tomarse la vida menos en serio, supongo. Columpiarse demasiado fuerte, sin agarrarse bien, o soltarse de las manos justo después de coger impulso. Pero es mi hija, no tiene gracia. He comprado un champú caro para ella en una farmacia y uno barato para mí en el súper de la esquina y resulta que estoy haciendo las cosas mal. Me pregunto qué opina el Ministerio de Sanidad de todo esto.

Estoy delante del armario de la cocina donde guardo la comida. En realidad, no sé si quiero hacerlo. En un 60%, esta app se basa en una clasificación nutricional reconocida, concretamente la de NutriScore. El resto responde a la existencia de aditivos y a la organicidad del producto. Lata de tomate frito. Escáner. “Excelente”, me dice. Brick de leche. Escáner. “Bueno”. Cacao en polvo. Escáner. “Malo”. Un punto rojo. Ya está. Suenan todas las sirenas. Devuelvo el bote a su lugar (¿por qué no lo tiro a la basura?, ¿acaso podré volcar la cucharadita en el desayuno de los domingos para mi hija después de esto?) y dejo el teléfono en la encimera. ¿Es que no era consciente ya de todo?

Es una cuestión de control. Recuerdo que, durante un momento pasado de mi vida, pretendí controlarlo casi todo y luego me rendí en la batalla. Intentar abrir los ojos en el bosque enmarañado. Después de la información viene la acción. Pequeños soldados descifrando el código de la vida y actuando en consecuencia. Pero son tantos los frentes abiertos que agradecería un poco de ayuda por parte de las altas esferas. Aunque entiendo que también ellas deben de estar exhaustas o distraídas. Acaricio la pantalla del móvil. Es mi oportunidad, se me ha otorgado en este sistema libre: es hora de pasar el escáner por cada producto de la despensa, pero también por cada prenda de nuestra ropa, por los cimientos de la hipoteca de esta casa y por los libros del colegio de la niña, por su educación pública y por nuestra tarjeta sanitaria, ahora estoy obligada a actuar, he de acercarme a la ventana y escanear el aire, la ciudad entera, la noche, el porvenir. Pero no soy capaz. Me meto en la cama, porque madrugo y, esta vez sin lugar a duda, creo que voy a desmayarme. Ya mañana.

Lara Moreno es escritora. Su última novela es Piel de lobo (Lumen).

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