Los políticos se ven obligados por su oficio a simplificar las ideas que les suministran los expertos. Es el precio que tienen que pagar para comunicarse eficazmente con la ciudadanía (y convencerla) o con esa audiencia más restringida y fiel formada por los incondicionales de los partidos.
El mecanismo funciona también, y quizás más que en otros terrenos, en el de la economía; un campo en el que, debido a la complejidad de los problemas y al elevado tecnicismo con el que gustan de expresarse los expertos, la labor de simplificación se hace aún más necesaria.
Una de las simplificaciones a las que más se recurre en estos momentos tiene que ver con el problema del desempleo, central para la economía española, y con la manera de hacerle frente. El discurso reza más o menos así: quienes crean empleo en una economía son las empresas (o los empresarios); por lo tanto, las recetas para salir de la actual situación tienen que ir encaminadas a animarles y facilitarles la tarea, eliminando trabas administrativas o las derivadas de la negociación colectiva, mejorando la financiación, conteniendo los salarios, bajándoles los impuestos, etcétera.
Ese repertorio de recetas tiene varias ventajas y un solo inconveniente. Las ventajas son claras: es fácil de comunicar, porque se corresponde con la visión intuitiva que tenemos de la realidad del mercado de trabajo (son las empresas y los empresarios los que, en último término, contratan a los trabajadores) y además tiene buena prensa, debido al predominio doctrinal de eso que se ha denominado como "economía de la oferta" y de lo bien que suena entre el influyente público formado por los empresarios y los aspirantes a serlo.
El inconveniente es que la idea misma que le sirve de fundamento es una burda simplificación que nos impide ver cómo funcionan las cosas en la realidad, dificultando así la aplicación de remedios eficaces.
¿Quién crea empleo en una economía? La respuesta, en las economías desarrolladas y especialmente en las europeas, debe incluir no solo a las empresas privadas, sino al Estado y otras Administraciones públicas que prestan servicios, como la sanidad, la educación o el orden público, que son importantes generadores de empleos; y de empleos que, en su mayoría, no pueden deslocalizarse, como ocurre con los del sector manufacturero. Según la Organización Internacional del Trabajo en 2004 el porcentaje de empleo público sobre el total de la fuerza de trabajo ocupada oscilaba entre el 14% de Turquía y el 34% de Suecia (España, el 16%, al igual que Estados Unidos; Francia, el 22%).
En todo caso, el Estado y las Administraciones públicas apa-recen en nuestros días como uno de los mayores empleadores. Lo que implica, dicho sea de paso, que un programa de lucha contra el desempleo que empiece por destruir empleo público, como a menudo se defiende, resulta, como poco, paradójico.
Como este punto es uno de los más polémicos no podemos dejarlo ahí sin más.
El argumento de los que favorecen ese tipo de estrategias es que el Estado, con el constante crecimiento de sus servicios expulsa o arrincona (entre otras cosas debido a la necesidad de financiar el creciente gasto público, compitiendo con las empresas por un crédito escaso) a los empresarios privados; con lo que se gana por un lado (creando empleo público), se pierde por el otro, con la destrucción de empleos en el sector privado. Sin embargo, como ya observó Keynes en relación con la crisis de los años treinta del siglo pasado, en periodos de dificultad, no es el crédito lo que escasea sino la confianza de banqueros y empresarios en la futura marcha de la economía. En la crisis actual los bancos centrales han ampliado enormemente las facilidades crediticias, pero los bancos las han utilizado en muchos casos para sanear sus balances y protegerse frente a futuras tempestades.
Pero para centrarnos en el núcleo de la argumentación que estamos considerando, imaginemos por un momento que todos los empleos públicos pasaran a manos privadas, cumpliendo así el sueño de los ultraliberales de nuestros días de dar marcha atrás al proceso que han conocido las economías desarrolladas a lo largo del siglo XX.
En un mundo en el que todos los empleos estuvieran en manos de las empresas y los empresarios privados es obvio que la creación de empleo dependería por completo de las decisiones de inversión de estos. Pero la decisión de invertir depende a su vez de las expectativas de beneficio; y estas, de que exista una demanda solvente (dotada de poder de compra) para los productos o servicios que producen las empresas: sin ella se interrumpe el ciclo productivo.
Aún debemos añadir un trazo más para completar la pintura del proceso de creación de empleo en nuestras economías. Estas, tras un largo periodo de cambios sociales y políticos, son economías basadas en el consumo de masas, y a esa realidad, y a la de mercados cada vez más amplios, se ha ido adaptando el aparato de producción y distribución; es decir, las empresas y los agentes económicos en general.
Si esto es así se deduce que el buen funcionamiento del sistema económico se verá seriamente amenazado si la capacidad adquisitiva de las amplias masas de población que son un elemento esencial de él se deteriora.
Y eso es justamente lo que está ocurriendo desde hace años.
Si consideramos la evolución de los salarios como un indicador válido de la capacidad de compra de la mayoría de la población, su deterioro, en relación con el volumen total de la producción, se viene reflejando en las estadísticas de la OCDE -la organización que agrupa a los países más industrializados- desde la década de los años ochenta del siglo pasado: la participación de los salarios en la renta nacional desciende sistemáticamente. Para algunos esa tendencia, y el incremento de las desigualdades de renta y riqueza que la ha acompañado, han sido una de las causas de la actual crisis (entre esos "algunos" se encuentra este modesto comentarista y Raghuram Rajan, de la Universidad de Chicago, que suscitó el debate en la última conferencia anual de la American Economic Association celebrada en Denver el pasado mes de enero).
Y si nos centramos solo en los dos últimos años, desde que empezaron a aplicarse las medidas de salvamento del sector financiero y de -tímido- estímulo económico, la revista The Economist ofrecía el mes de marzo pasado algunas cifras referidas a algunas de las economías más avanzadas: Estados Unidos, Alemania y Reino Unido. Los beneficios empresariales se han recuperado en ellas en mucha mayor medida que los salarios y en alguna, como la británica, estos han descendido en términos reales.
En cuanto a España, Ángel Laborda, de la Fundación de las Cajas de Ahorro, apuntaba hace poco (El País Negocios del 20 de marzo de 2011) en una dirección similar: en el 2010 los asalariados perdieron poder adquisitivo. Una observación que confirman a nivel agregado las cifras de la Contabilidad Nacional: en 2009 y 2010 la remuneración de los asalariados cayó, respectivamente, un 2,74% y un 1,54% (a precios corrientes; si incorporamos la inflación la caída en 2010 es mayor y solo un poco menor la de 2009). Lo que explica que el consumo de las familias cayera también fuertemente en 2009 y se mantuviera en ese (bajo) nivel en 2010 si se tiene en cuenta la inflación.
En el momento actual, la política económica en España está dominada por la necesidad de tranquilizar a nuestros socios del euro y a los prestamistas internacionales. Pero si no queremos adentrarnos en una senda peligrosa ese objetivo no debería perseguirse a costa de reducir el empleo público ni mediante el empobrecimiento de la mayoría de la población.
Mario Trinidad, escritor y ex diputado socialista.