¿Quién cuida a quién?

Cada vez son más las voces que reclaman una sociedad del cuidado. Esto es: poner por delante de los objetivos políticos no el rendimiento, sino la atención a las personas. La productividad se basa en la falacia de individuos independientes, siempre disponibles, nunca enfermos, libres de cualquier obligación material. Sin embargo, esos seres no existen. Debemos aceptar que somos seres vulnerables.

La preocupación por los demás no es una moral de nivel menor, encuadrada entre la abnegación y los buenos sentimientos; ni algo cercano a la caridad o incluso a la beneficencia. Frente a una ética de la justicia, basada en el respeto formal de los derechos, con fuerza exige su espacio una ética de los cuidados centrada en la empatía y la responsabilidad hacia los otros. Tal fue la reivindicación de Carol Gilligan ante la visión universalista y un tanto desentrañada de la moral propuesta por Lawrence Kohlberg. Hablamos con frecuencia de solidaridad, con un vago reclamo de justicia; no obstante, esa predisposición emocional se diluye en la nada si no se sustenta en la teoría y se plasma en la práctica.

Cuando nacemos y en la primera infancia requerimos de especial atención, también cuando estamos enfermos, y al final de la vida. En esas etapas, pero también en la adultez sana, necesitamos de arreglo personal, ropa limpia, comida, tareas domésticas… Todas esas labores en las sociedades tradicionales eran realizadas por las mujeres, en el seno de las familias; con la incorporación de estas a la esfera laboral, se produce un vacío. Parte se palía con la corresponsabilidad en las parejas, la contratación de empleadas de hogar, las guarderías infantiles o las residencias de mayores. Soluciones imperfectas que requieren de un plus de dedicación, un trabajo invisible realizado todavía mayoritariamente por las mujeres en una doble y hasta triple jornada. Como ha repetido María Ángeles Durán, y también en este mismo periódico, “en España el cuidado no remunerado que se produce y consume equivale a 28 millones de empleos a tiempo completo”, generando una nueva clase que ella denomina “cuidatoriado”. La cuestión, aparte de la circunstancia no menor de la viabilidad económica, es que se sigue contemplando como un asunto privado, no como una responsabilidad del Estado y un nicho de empleo. Si la sanidad y la educación se entienden como servicios universales y desempeñados por profesionales, ¿por qué los cuidados son los trabajos peor retribuidos, sin necesaria cualificación, pagados por los particulares y carentes de cobertura pública?, ¿acaso no son específicas las atenciones que requieren los niños o los ancianos?, ¿no sería necesaria la formación, la profesionalización y los salarios justos de este “cuidatoriado”? Pensemos, por ejemplo, en una viuda, que ha atendido a sus hijos, a sus nietos y a su marido; su pensión no le posibilita contratar a una persona que la cuide a ella. O en una empleada doméstica que, a pesar del logro reciente de un acercamiento al régimen general de la Seguridad Social en cuanto a retribución, paro y bajas, sigue mayoritariamente trabajando en negro o con jornadas abusivas de interna. Los contratantes no pueden hacer frente al pago de una asistenta que atienda sus necesidades, y ello es porque se sigue considerando una cuestión personal. Con una buena planificación, no solo por motivos morales, sino valorando desde un punto de vista económico una demanda real y la potenciación de nuevos empleos, podríamos enfrentar el problema. No digo que sea fácil, sino que la clase política no lo ve como problema, ni le otorga ninguna prioridad.

Las jóvenes parejas no se deciden a tener hijos porque no hay ayudas ni servicios públicos, lo que incrementa la caída del índice de natalidad. Los mayores no pueden sufragar las atenciones que precisan. Y las familias están desbordadas atendiendo a niños y ancianos, mientras que los abuelos no dependientes cargan con buena parte de esas tareas.

Es obligación del Estado velar por sus ciudadanos, los cuidados no pueden ser asumidos de una manera invisible; aun cuando contribuyen al Producto Interior Bruto, están ocultos. Porque la economía no ha considerado esos trabajos minusvalorados, y sin embargo fundamentales para el sustento de la sociedad. Cuando solo en una parte han dejado de estar resueltos por las cuidadoras habituales, han salido a la luz las contradicciones de un sistema que no puede estar basado, apelando al amor, en el sacrificio no reconocido, o en una profesionalización insuficiente.

Recuerdo una conferencia en que Adriana Cavarero oponía a la línea vertical, símbolo de triunfo y de ascensión, la línea inclinada, que para ella no significaba caída, sino la atención hacia el que está horizontalmente tendido, al vulnerable. Quizás esta metáfora geométrica nos ayude a pensar que hay algo erróneo y de urgente reparación en nuestras prioridades sociales.

Rosa María Rodríguez Magda es filósofa y escritora. Su último libro es La mujer molesta. Feminismos postgénero y transidentidad sexual.

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