Quién da vida a las palabras

Algunos medios se han hecho eco de la publicación de cierta obra de una joven llamada Marta PCampos -la P, si no me equivoco, corresponde al apellido Pérez- que ha confeccionado lo que llama un "libro de artista" con el título 1914-2014. Diccionario cementerio del español. Son dos gruesos tomos, en cada una de cuyas páginas consta únicamente una palabra, sola y desnuda en el centro de ella. Del monumental librote se ha hecho una tirada de 50 ejemplares numerados y firmados, que ha sido patrocinada por el Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León y ahora se expone en el Instituto Cervantes.

Al parecer, la joven artista, utilizando medios informáticos, ha tomado el caudal de voces presentes en el diccionario académico de 1914, fecha de su 14.ª edición, y se ha entretenido en determinar cuántas y cuáles de ellas no están hoy en la 23.ª, aparecida -mera casualidad la coincidencia de los dos dígitos finales- en 2014. El saldo ha resultado ser el siguiente: 2.793 palabras habrían desaparecido del repertorio léxico oficial en un siglo.

La noticia, en manos de algún periodista más bien ignaro, ha dado lugar a titulares como este: Así mueren las palabras abandonadas por la RAE. Nada más absurdo. Ni las palabras "mueren" porque la Academia las "abandone" ni tenían "vida" alguna antes de haber salido, por razones casi siempre bien justificadas, del diccionario.

Hay que decir que, por lo pronto, no se trata de 2.793 palabras, sino más bien de otras tantas formas, que no es exactamente lo mismo. Y que, por lo que he podido ver, está justificado en la práctica totalidad de los casos que hayan sido suprimidas de la macroestructura del diccionario académico. Al cual más bien cabría reprocharle justamente lo contrario, el mucho lastre que aún conserva en los 93.000 lemas, y casi 200.000 acepciones, de su última edición en papel.

La inquieta artista seguramente no ha leído los prólogos de las sucesivas ediciones de la obra, en los que habría podido encontrar la explicación de ciertas decisiones adoptadas a lo largo de los años para depurarla. Por ejemplo, la eliminación de los participios activos cuando constaban solo como tales participios del verbo correspondiente, y no como adjetivos. Ha hecho bien la Academia al eliminar entradas como modulante, de la que no decía más que "participio activo de modular. Que modula". Para decir eso, mejor no decir nada. Y así muchos otros. Lo mismo ocurre con algunos adverbios en -mente, con diminutivos, aumentativos o despectivos no lexicalizados, con voces no documentadas más que en la lengua medieval (es decir, no después del siglo XV), etcétera. Se han quitado del diccionario, por ejemplo, el aumentativo grandote, el diminutivo arroyuelo o el participio acurrucado, y muy bien quitados están. También lo está el sustantivo cuñadez (equivalente, más o menos, de parentesco) que se usó por última vez en las Partidas. Alguien ha lamentado esta supresión invocando lo pelmas que suelen ser los cuñados. Reconozcamos que como broma tiene gracia.

El hecho de que la artista no sepa lo que es un diccionario y cómo se hace la lleva a incluir entre las voces desaparecidas la interjección (eufemística) ¡caracoles! Que, naturalmente, no ha desaparecido, sino que se llevó, en 1956, al artículo caracol, que es donde debía estar. Y en él sigue. El verbo colegiarse, que también está en la lista de marras, no es que se haya eliminado, es que ahora se incluye sin el enclítico: colegiar. Y así muchos otros casos.

Otras veces las herramientas que haya manejado la señorita Campos le han jugado una mala pasada: da, por ejemplo, como desaparecida del DLE la palabra cabildeo. Pero no hay tal. Ahí sigue, en la edición de 2014, como no podía ser menos, y como cualquiera podrá comprobar en la versión en papel o en la electrónica.

Más aún: entre esas palabras con las que la Academia habría dado curso a no se sabe qué impulsos verbicidas están los casos, que algunos hemos procurado estudiar con rigor filológico, de las llamadas "palabras fantasma", voces presuntas que, una vez detectadas, deben salir del diccionario sin miramientos. En el anterior Diccionario histórico descubrimos, por ejemplo, que cierto vocablo, amarrazón, había entrado en el repertorio oficial con el presunto apoyo de un texto nada menos que del Quijote. Pero vimos que se trataba de una errata de cierta edición tardía de la novela cervantina, en la que la palabra amarra se había unido, por el despiste de un cajista, a la preposición con que la seguía, convirtiendo la c, además, en una c cedilla. Es decir, amarra + con había dado un inexistente amarraçón / amarrazón que nadie había usado jamás, se había colado subrepticiamente en el diccionario y se había instalado en él por siglos (ya desde Autoridades), hasta que se eliminó en 1992. Eliminación que no es de lamentar, sino todo lo contrario. Como la de cuatratuo, un disparate que, como demostró don Manuel Alvar, no era sino una mala lectura de cuatralvo (o cuatralbo). O como la de alhaquín, fantasma lexicográfico que yo mismo he desenmascarado y aún figura en la edición en papel de 2014, pero se ha eliminado de la versión consultable en línea.

Prueba de las benéficas consecuencias que tenía el Diccionario histórico es que en la letra A la autora del Diccionario cementerio del español detecta como eliminados (o felix culpa) nada menos que 628 vocablos. Y solo quince en la Z.

Parece que uno de los objetivos del libro y la muestra sería el de alentar la resurrección de inocentes cadáveres léxicos provocados por la acción de la Academia. Absurdo empeño. La forma ceugma, por ejemplo, escrita con c-, y que inevitablemente ha caído en las redes de la nostálgica recolectora, se eliminó, en efecto, en 2014. Pero se mantuvo con la grafía zeugma, con z, que también estaba en él, ya desde Autoridades, y que no solo es mucho más frecuente sino etimológicamente preferible.

Algunos parecen aplicar al repertorio académico la vieja aspiración proverbial al burro grande, ande o no ande. Están completamente equivocados.

En definitiva, el entretenimiento de la joven artista Marta PCampos es un entretenimiento más bien inane, horro como está -era de esperar- de conocimientos filológicos y lexicográficos. Una utilidad ha tenido, hemos de reconocérselo: en sus redes ha caído el adverbio conscientemente, que, de manera inexplicable, se eliminó del diccionario en la edición de 1992. Menos mal que el extraño olvido afectó a voz de no mucha trascendencia como es un adverbio en -mente. Será repuesto lo antes posible.

La gente parece no entender que el diccionario -ningún diccionario- ni insufla vida a las palabras ni tampoco se la quita, porque no puede hacer ni lo uno ni lo otro. Que las palabras solo cobran vida en el uso, en los textos y el habla de las gentes. Que algunas formas desalojadas del diccionario tal vez nunca deberían haber ingresado en él. Que la Academia debe perseverar en la tarea de depurar su obra más consultada eliminando de ella la ganga ociosa que aún contiene, y afinando mucho más la información que ofrece sobre la vigencia histórica de las voces. Además, desde luego, de esforzarse en hacer pedagogía acerca de lo que es el diccionario, de lo que es un diccionario y de la labor que la institución realiza.

Pedro Álvarez de Miranda es catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de la Real Academia Española.

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