¿Quién debe cerrar la boca?

La Audiencia Nacional viene de juzgar al rapero Valtonyc por supuestas calumnias e injurias a la Corona y por enaltecimiento del terrorismo y humillación a sus víctimas como autor de canciones en las que se afirma «el rey tiene una cita en la plaza del pueblo, una soga al cuello» o «pierdo los papeles y en cuarteles grito gora ETA». La fiscalía ha solicitado un total de 11 años de prisión a un acusado que ha argumentado que sus letras están plagadas de metáforas, algo plausible atendiendo a su condición de músico y poeta.

Por otra parte, el Tribunal Supremo acaba de condenar a un año de prisión a César Strawberry por enaltecimiento del terrorismo, por hacer chistes negros (algunos archiconocidos) sobre Carrero Blanco, el mismo día, por cierto, que la nieta de este sucesor del dictador Franco publicó una carta (Enaltecimiento del mal gusto) donde, además de exculpar al cantante de Def con Dos, denuncia el exceso de celo de la justicia por proteger a quienes no se sienten atacados. Es de suponer, pues, que el Supremo se toma en serio el humor satírico sobre la muerte de un gobernante de la dictadura. Y, lo que es peor, que también daría crédito a Strawberry cuando afirma en sus tuits que piensa enviar un «roscón-bomba» a la Zarzuela por Navidad o que sueña con un nuevo secuestro de Ortega Lara.

El juicio a Valtonyc y la condena a Strawberry no hacen más que culminar una carrera de despropósitos judiciales que prescinden deliberadamente del contexto de los mensajes o de la condición artística de sus autores, por reprobables que estos sean, además de que se vinculan a una delirante tentativa de desestabilizar el Estado. Como reza un manifiesto promovido por 200 profesores de Derecho Penal, resulta difícil explicar fuera de nuestras fronteras que se encarcele como terroristas a «artistas callejeros, músicos, concejales u otros ciudadanos por sus teatrillos, sus canciones o sus chistes». En el sentido de que son personas sin conexión alguna con organizaciones terroristas o inexistentes (GRAPO) o inoperantes (ETA), además de que no persiguen (y aún menos consiguen) subvertir de forma violenta el régimen democrático. No en vano, como aseveraba recientemente el juez Joaquim Bosch, un porcentaje significativamente elevado del terrorismo que hoy en día investiga la Audiencia Nacional no son atentados sino tuits y chistes de mal gusto.

Cierto es que, como razonó el Supremo en la sentencia de Strawberry, hay en la red mensajes que «alimentan el discurso del odio» o que «legitiman el terrorismo como fórmula de solución de los conflictos sociales». Y añado: también hay mucho gatillo suelto para tonterías que en ocasiones se magnifican como tributo a la modernidad y a la impunidad que facilita el anonimato de las redes. Pero también lo es que mucha apología del franquismo o del nazismo, del maltrato a las mujeres y de la xenofobia no se persigue. No parece que en estos casos se mida la libertad de expresión (¡ni de creación artística!) con la misma vara que algunas sátiras políticas, con mejor o peor gusto.

Joan Ridao, profesor de Derecho Constitucional de la Universitat de Barcelona.

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