¿Quién debe lavar los platos en Haití?

Yuguladas sus instituciones y destruidas muchas de sus infraestructuras, Haití corre el riesgo de perpetuarse en un Estado fallido. Con una autoridad disminuida y al borde del colapso, la pequeña isla del Caribe es una bomba de relojería, amenazada y capaz de constituirse en una amenaza por el narcotráfico y por oleadas migratorias. Si no se elabora un plan inmediato para ayudar a los haitianos a construir un Estado democrático y moderno, las penurias serán aún más desastrosas que las sufridas hasta la fecha. Pero ¿quién debe liderar el proceso de reconstrucción de Haití? Naturalmente, los propios haitianos, pero con una inevitable ayuda y coordinación internacional cuyo liderazgo hay que definir. Por si hubiera dudas sobre la urgencia de esta situación, las palabras de Edmont Moulet, jefe de la misión de la ONU en Haití, «ahora o nunca», son definitivas.

Durante esta primera década ha sido abundante la literatura sobre las diferencias estratégicas entre Estados Unidos y Europa, en especial tras la crisis de Irak en el 2003. Se ha intentado precisar el papel que cada uno de los socios transatlánticos debía tener en el mundo. Especialmente provocador ha sido el pensador neoconservador americano Robert Kagan al afirmar que en las crisis internacionales «Estados Unidos debía hacer la cena y los europeos lavar los platos». Se refería a que los primeros deben utilizar la fuerza militar para realizar intervenciones rápidas y potentes, y los segundos, hacerse cargo del proceso de reconstrucción, una vez que el trabajo serio ya está terminado.
Sin embargo, lo que Kagan llama «lavar platos» es la tarea más importante en las crisis internacionales de nuestro tiempo. Las experiencias de Irak y Afganistán muestran que las dificultades no vienen tanto por la intervención misma –en donde las victorias iniciales no presentaron especial dificultad– como por el proceso de estabilidad y de reconstrucción posterior. La UE ha aceptado este papel y se ha propuesto ser una potencia con capacidad de ejercer tareas posconflicto o, como en este caso, poscatástrofe. De ahí que el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-Moon, haya hecho un llamamiento a la UE para que se haga cargo del proceso de reconstrucción de Haití.
La reacción europea no ha sido la mejor. Cada país ha enviado ayuda significativa, pero cada uno por su cuenta, con este afán típico de anteponer las banderas nacionales a la azul con las estrellas, mermando el potencial de acción conjunta. La Comisión Europea también ha mandado ayuda, pero sin una participación viable de la nueva alta representante para la Política Exterior, Catherine Ashton, quien ha dicho que no ha viajado a Haití porque no es «ni bombera ni médica». En realidad, debería haberlo hecho en las primeras 48 horas, como hizo su homóloga norteamericana, Hillary Clinton. Así hubiera otorgado visibilidad a la Unión y, de paso, se hubiera también dado a conocer ante el público europeo e internacional.
Los grandes líderes se definen frente a los imprevistos. Barack Obama ha afirmado que «no olvidará al pueblo de Haití» y ha enviado a 10.000 soldados: atajando con firmeza las crecientes críticas de ser blando y respondiendo en parte a The Economist, que le recordaba «el momento de ponerse duro».
Es normal que Estados Unidos haya tomado la iniciativa en Haití, por su posición geográfica y su histórica influencia sobre el país. Y que Brasil vaya a aumentar aún más su presencia, por su carácter emergente y su liderazgo en la zona. Mientras, Europa aplaude, pero observa con recelo las posiciones de los marines, dada la trayectoria norteamericana en el hemisferio; lo hace con la boca pequeña porque las debilidades en su respuesta a Haití condicionan cualquier crítica. La UE debe ser capaz de traducir sus cuantiosos programas de ayuda humanitaria en vectores de contenido político. Con vocación global, la UE es un socio leal de Estados Unidos, pero también debe ejercer un contrapeso incluso en la región de influencia norteamericana por excelencia.

Tras la guerra fría y la aprobación del Tratado de Maastricht, se generaron importantes expectativas sobre el papel que la Unión podía desempeñar en el nuevo mundo y, en particular, sobre el convulso nuevo mapa europeo tras la desintegración de la Unión Soviética. Christopher Hill alertó sobre la brecha entre las expectativas creadas y las capacidades reales de la Unión Europea. Y, efectivamente, las guerras de Yugoslavia, primero, y después Kosovo, terminaron por desbordar a la incipiente unión política.
Haití no es solo una obligación moral para los europeos, es también una oportunidad para demostrar que la Unión Europea es la mejor capacitada para liderar procesos de reconstrucción y estabilidad posconflicto o poscatástrofe. Ahora, con el Tratado de Lisboa recién aprobado, quizá Europa pueda acortar la brecha denunciada en su día por Hill y estar a la altura de su potencialidad y de sus objetivos.

Carlos Carnicero Urabayen, máster en Relaciones Internacionales de la UE por la London School of Economics.