¿Quién debe liderar la lucha por la justicia global?

Hace poco, en una cena privada en el Foro Económico Mundial que se celebró para hablar del cambio climático, la primatóloga Jane Goodall abrió la sesión con el saludo universal de los chimpancés de Gombe (tema de investigación al que le dedicó la vida). Con unos pocos, simples sonidos, Goodall resaltó la naturaleza abarcadora de la crisis climática. La amenaza del cambio climático afecta a todos los seres vivos del planeta, aunque algunos todavía no sean conscientes de ello.

Como señaló Goodall en su discurso, las personas están en el centro del cambio climático: fue causado por personas, afecta a personas y la solución está en manos de personas. Lo mismo vale para muchos otros desafíos globales, desde la pobreza extrema hasta la crisis de los refugiados. El problema es que las personas con más poder para dar solución a los problemas globales no sólo suelen ser las mismas que contribuyeron a su creación, sino también las que menos sufren sus perjuicios.

Un ejemplo es la violencia en la región occidental de Darfur en Sudán. Cuando yo tenía apenas un año de edad, mi familia tuvo que huir del país, para hallar refugio primero en Yemen, y después en Estados Unidos gracias a la lotería de visas. En el transcurso de una década, el conflicto se había convertido en genocidio. Hubo cientos de miles de personas asesinadas, millones de desplazadas y varios millones más que sufrieron una infinidad de padecimientos.

Las fuerzas del gobierno y una milicia aliada (los «yanyauid») pudieron cometer estas atrocidades con total impunidad, sobre todo apelando a una táctica que hoy suena muy familiar: desestimar como «noticias falsas» los informes de esos actos. Y aunque muchos (bienintencionados o no) hablaban sin parar de las víctimas, estas nunca participaron del debate.

Cuando los más vulnerables se ven todo el tiempo relegados a la periferia de la discusión, es mucho más fácil subestimar la urgencia del problema.

Un error similar se cometió en Sudán el año pasado, cuando jóvenes valientes lideraron protestas masivas contra el régimen de Omar al-Bashir, que gobernó el país por treinta años. Las protestas lograron el objetivo de derribar a Bashir (e incluso es posible que deba comparecer ante la Corte Penal Internacional por acusaciones de crímenes de guerra y genocidio en Darfur). Pero como en las protestas los más vulnerables tuvieron que enfrentar solos a los más poderosos, muchas vidas se perdieron innecesariamente, entre ellas las de mi primo Mohamed, de quince años.

Su muerte y las que siguieron eran totalmente evitables. Ver que tras décadas de luchar por sobrevivir nuestros jóvenes siguen muriendo me destrozó, y destrozó a toda mi familia.

La misma dinámica se ve en la lucha global contra fuerzas como la pobreza, la desigualdad de género y el cambio climático. Pensemos en la crisis de los refugiados: hoy hay en todo el mundo 70,8 millones de personas desplazadas (la mayor cifra de la que se tenga registro) y se hace demasiado poco para protegerlas.

No se trata de trastornos transitorios. Por el contrario, el 78% de los refugiados sigue en esa condición por hasta cinco años, y algunos hasta veinte años. Generaciones enteras nacen en contextos de conflicto e inestabilidad, obligadas a radicarse en otros países si tienen suerte, o a languidecer en campamentos atestados de refugiados si no la tienen. En esas circunstancias, entregar educación de calidad, oportunidades económicas y condiciones de vida saludables, como prometen los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas, se ha vuelto prácticamente imposible.

Los ODS, acordados por 193 países en 2015, pueden transformar el mundo logrando una reducción drástica de la desigualdad internacional y una mejora de los niveles de vida de aquí a 2030. Pero las iniciativas para la implementación de la agenda de los ODS en general no han tenido participación de las personas más afectadas. Quienes supuestamente lideran los esfuerzos tienen poco contacto con las experiencias reales de los más vulnerables; no sorprende entonces que no estén haciendo lo suficiente y que no rindan cuentas de sus falencias.

Es aquí donde entran en juego los activistas. Apoyar la implementación de los ODS no sólo demanda visibilizar los padecimientos de las personas en riesgo, sino también escuchar sus voces. Para hacer realidad los ODS, debemos prestar más atención a quienes sufren en forma más directa e inmediata los grandes desafíos del mundo y exigir cuentas a quienes tienen más responsabilidad por su solución y más capacidad para lograrla: nuestros dirigentes.

Nos queda una década para alcanzar los ODS, y este debe ser el año en el que la dirigencia internacional finalmente tome medidas decididas. Esto implica cumplir el objetivo (por el que Goodall hace campaña) de plantar un billón de árboles de aquí a 2030, y oír el llamado de Alaa Murabit, médica y activista por los ODS, para que se adopte una estrategia de seguridad inclusiva. Implica apoyar a Jaha Dukureh, una activista contra la mutilación genital femenina que trabaja incansablemente para proteger a niñas y mujeres contra esa y otras formas de violencia. Implica, finalmente, asegurar que los más vulnerables lideren el proceso de principio a fin.

Si algo aprendí de los años que pasé luchando por la justicia (sea para la gente de Darfur o para los refugiados de todo el mundo) es que los más vulnerables no tienen tiempo para esperar que haya cambios. El mundo tiene que saber lo que está en juego: cada demora, cada concesión, cada fracaso cuesta vidas.

Emtithal Mahmoud, named one of BBC's 100 Most Inspirational Women, is a UNHCR Goodwill Ambassador and the author of Sisters' Entrance. Traducción: Esteban Flamini.

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