¿Quién debe reparar el mundo?

Un soldado atiende a un niño durante la evacuación de Kabul
Un soldado atiende a un niño durante la evacuación de Kabul

“Podemos reparar el mundo” (we can repair this world). Así habló y así cantaba Barack Obama en el que, sin duda, es uno de los artefactos más perfectos de la comunicación política contemporánea. La canción Yes we can compuesta por will.i.am. para las primarias presidenciales del 2008.

La tesis no tiene nada de novedoso. El propósito de que un pueblo o una nación puedan hacerse custodios de la humanidad aparece ya en la Mishná judía, bajo la expresión Tikkun olam, que nos insta a enmendar el mundo.

No lejos de esa encomienda podríamos reconocer el imperativo cristiano de ser luz del mundo e, incluso, ciertos preceptos derivados del cosmopolitismo estoico. Apenas conozco, para mi vergüenza, la tradición islámica, pero no sería extraño que también en ella figurara un mandato análogo.

La caída de Kabul a manos del régimen talibán ha evidenciado, a falta de todo el horror por venir, la ausencia de un consenso occidental sobre nuestros propios valores. Es más, la disputa y la cólera vertida en redes y tertulias (con indignísimas intervenciones de representantes públicos) ha demostrado que nuestro debate interno ni siquiera orbita alrededor de criterios morales, sino que gira en torno a la posibilidad misma de que esos valores puedan y deban hacerse extensivos a toda la humanidad.

Las mismas personas que hasta ayer denunciaban el colonialismo moral y que hasta hace dos días defendían el funesto relativismo cultural, hoy se llevan las manos a la cabeza ante el horror afgano. “¿Con qué derecho juzgamos esa realidad distante?” se preguntará todavía algún inocente con vocación de genio. Si cualquier construcción cultural es igualmente válida, si toda narrativa posible sobre la acción humana resulta aceptable en virtud del particularismo, no tenemos absolutamente nada que juzgar sobre lo que pueda ocurrir en Afganistán. Nada.

En algunas ocasiones, afortunadamente, la realidad se impone de una forma tan vehemente y rotunda que el relato, lo simbólico y la interpretación privada saltan por los aires. Son, lo he explicado en algún otro lugar, acontecimientos hiperreales para los que no caben hermenéuticas demasiado sofisticadas. El terror sólo puede combatirse desde un realismo moral que asuma que el bien y el mal existen. A partir de ahí luego queda emprender la conquista de los matices.

El propósito universalista de reparar el mundo ha contado con demasiados fracasos a lo largo de la historia como para que podamos hacer de ello una interpretación ingenua. Si Napoleón falló en Egipto es muy probable que también lo hagamos nosotros. Pero creo, sin embargo, que las derrotas pasadas no pueden lastrar nuestro compromiso civilizatorio si no es para investirnos de prudencia y atención.

No sé si en medio de la selva amazónica hay una tribu con unas costumbres nobilísimas y saludables que merezcan ser exportadas. Tampoco conozco los dispositivos morales y políticos de culturas demasiado remotas porque sólo soy un profesor de ética de una universidad occidental. Pero precisamente por este motivo sí reconozco que en nuestra historia y en nuestra tradición existen valiosos recursos para ofrecérselos al mundo. O, cuando menos, para protegernos de todo aquello que ponga en riesgo nuestras conquistas.

Creo en la dignidad de las personas, en las democracias liberales, en la igualdad de hombres y mujeres, en el Derecho, en las instituciones y en la libertad de expresión. Creo y asumo que toda vida humana es depositaria de una dignidad insobornable, del mismo modo que defiendo la obligada asistencia y la compasión por los débiles. Puedo justificar públicamente que la razón es superior a la superstición y defenderé hasta el final el pluralismo como un instrumento epistémicamente valioso.

Si soy capaz de hacer todo esto no es por mi especial virtud, sino porque mi juicio descansa sobre una inveterada tradición en la que confluyen Séneca, Platón, Voltaire, San Pablo, Nietzsche o Madame de Staël. En esa misma tradición contamos con sor Juana Inés de la Cruz, con Maimonides y con Averroes. El precipitado de todas las contradicciones que confluyen en nuestra historia nos ha traído hasta aquí. Hay algunas sombras, pero no son pocas las luces.

En los últimos años he visto palidecer a Occidente delante de mis ojos. He escuchado a jóvenes defender que una batucada tiene el mismo valor que una sinfonía de Mahler, que nuestros derechos fundamentales son una mera construcción cultural y que nuestra tradición moral es un perverso sistema de dominación. Lo que hemos olvidado es que incluso ese juicio emancipador también se lo debemos a lo que fuimos. Y que lo de Mahler, por cierto, es una burda estafa.

La humanidad no puede periclitar en la rendición espiritual del “son sus costumbres”. Cuanto haya de valioso en el mundo debe ponerse al servicio de lo humano, venga de donde venga, y tengo muy claro qué es lo que podemos ofrecer.

No creo en los proyectos antihumanistas ni en el voluntarismo que aspira a deconstruir la esencia de aquello que debe ser protegido. Quien quiera pensar sin etiquetas que lo intente, porque yo no puedo. Y prometo que lo he intentado. Sin un ideal de humanidad robusto, sólido y reconocible, jamás podremos reparar el mundo. Y a fe mía que esa reparación se hace cada día más urgente.

Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid.

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