¿Quién dijo Navidad?

¿Quién dijo Navidad?

Ya cantan campanitas, campanillas, carrillones. Son días de campanas de Belén y jingle bells y la homilía de un papa y los gritos del pavo y los chasquidos del turrón y los chillidos de la felicidad recién comprada: la Navidad está llegando. Vivimos una vez por año nuestro Momento Dios; de pronto, todos le hacemos caso.

No suele suceder. Yo no termino de creerme que si me porto bien y fornico mal y voy cada domingo a un galpón lleno de cruces y le cuento mi vida a un señor y cumplo con sus purgas, después voy a vivir unos milenios en el barrio cerrado de Paraíso con angelitos que me toquen el arpa. Tampoco consigo estar seguro de que los amigos Hitler y Stalin y Videla vayan a pasarse los siglos de los siglos quemándose en un asado de sí mismos alimentado por diablitos.

Ni me parece normal que un señor nacido de una virgen caminara sobre las aguas los días que no producía peces o revivía difuntos y que después se martirizara para salvarnos de la condena eterna y que, por último, se hiciera resucitar por su papá, aprovechando que era un dios. Y, sin embargo, el sábado voy a cenar con una ristra de parientes y nos vamos a querer y sonreír y regalar y atiborrar porque la Iglesia católica apostólica romana ha establecido esta costumbre a partir de aquellos cuentos.

La prueba de la victoria de una idea es que condicione las vidas de los que no creen en ella. Y si hay algo que triunfó en este mundo es la Iglesia católica y su mitología. La Navidad es el monumento a ese éxito: el tributo que pagamos cada año a la potencia de una ideología. El momento en que seguimos los relatos y pautas de conducta que inventaron unos monjes hace casi dos mil años –y cuyos continuadores civiles y militares supieron imponer con la cruz y la espada, algún fuego, y la decisión inquebrantable de decidir lo que podíamos y, sobre todo, lo que no podíamos hacer con nuestras vidas—.

Lo siguen intentando. Son la punta de lanza contra ciertas libertades individuales y ciertos cambios científicos y técnicos. Atacan la investigación con células madre o los métodos anticonceptivos o las parejas homosexuales o los homosexuales (acaban de reafirmar que no pueden ser curas) como antes atacaron el divorcio, el voto femenino, la democracia, la igualdad, el estudio de la medicina y más antes la idea de que la tierra es redonda y gira alrededor del Sol, y siempre cualquier intento de pensar independiente.

La prueba de la victoria de una idea es que condicione las vidas de los que no creen en ella. Y si hay algo que triunfó en este mundo es la Iglesia católica y su mitología.

Porque el catolicisimo, como buena religión, está basada en la fe ciega: es una escuela de acatamiento y sumisión para enseñar a millones a creer cosas imposibles porque alguien que dice que sabe más les dice que así son. Es una escuela de renuncia al pensamiento propio que los gobiernos en general –y los tiranos en particular— agradecen y usan.

Y es una organización tan totalitaria que la sola idea de discutirla es considerada “una falta de respeto”. Es sorprendente: su doctrina dice que los que no creemos lo que ellos creen vamos a arder tupido; ha obligado a todos a vivir según sus convicciones. Sin embargo, lo intolerante y ofensivo sería hablar —hablar— sobre ellos como cada quien quiera.

La Iglesia católica apostólica es un pequeño reino teocrático donde el monarca es elegido por sus príncipes. Si en Uganda o Guatemala unos militares golpistas quisieran imponer un soberano vitalicio cuya palabra nadie pudiera cuestionar porque un dios se la dicta, los libres del mundo gritarían y la ONU debatiría cómo mandar tropas. Si en Estados Unidos o en Italia cualquier corporación estableciera que las mujeres no pueden decidir nada ni ocupar ningún cargo directivo, que deben ser personal secundario y obedecer a los hombres sin chistar, terminarían ante los tribunales. Pero si lo hace una compañía religiosa basada en Roma no hay problema: son sus tradiciones, llevan siglos y siglos haciéndolo y eso legitima.

Hasta cierto punto, al menos. Hace unos años la Iglesia estaba desprestigiada por corruptelas sexuales y bancarias y un exceso de celo reaccionario. Perdía su brillo y su poder caía. Entonces se les ocurrió una idea genial: traer a un peronista. La elección de Jorge Bergoglio —un outsider de adentro, un sudaca europeo, un jesuita curial, un peronista peronista— es un intento de adaptarse a los tiempos aplicando técnicas del movimiento populista argentino al movimiento populista ecuménico: trabajar para el poder a toda costa.

Lo hacen bien: en septiembre pasado, por ejemplo, millones de venezolanos se movilizaban para que su gobierno aceptara el referendo revocatorio del presidente Nicolás Maduro, cuando el Vaticano decidió mediar. Dijeron que querían impedir males mayores: consiguieron, como suelen, evitar cualquier cambio. Gracias a su intervención el revocatorio quedó casi descartado, la oposición debilitada, el gobierno fortalecido y el hambre será el gran invitado de estas Navidades venecas.

Hace unos años la Iglesia estaba desprestigiada por corruptelas sexuales y bancarias y un exceso de celo reaccionario. Perdía su brillo y su poder caía. Entonces se les ocurrió una idea genial: traer a un peronista.

Lo hacen mejor: la utilidad del señor Bergoglio para su organización está en haber reconocido que precisaba cambiarla un poco si pretendía salvarla. Lo dijo en la famosa entrevista con la revista de su orden, La Civiltà Cattolica: “No podemos seguir insistiendo solo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio entre personas del mismo sexo o al uso de anticonceptivos. Es imposible. (…) Ya conocemos la opinión de la Iglesia y yo soy hijo de la Iglesia, pero no es necesario estar hablando de estas cosas sin cesar (…). Tenemos que encontrar un nuevo equilibrio porque de otra manera el edificio moral de la Iglesia corre peligro de caer como un castillo de naipes, de perder la frescura y el perfume del Evangelio“.

No habló de cambiar de ideas, por supuesto; cambiar, si acaso, de conversación.

Las ideas y las conductas, en muchos casos, siguen siendo las mismas. Hace pocos días, en la ciudad argentina de Mendoza, dos curas fueron detenidos por abusar de docenas de chicos con discapacidad en una escuela religiosa para sordos. Ya habían sido denunciados por lo mismo en otra ciudad argentina, La Plata, y sus superiores, en lugar de castigarlos, los habían transferido. Uno de ellos ya lo había hecho en su sede original de Verona, donde otros 50 sacerdotes fueron denunciados por los mismos delitos durante décadas. Sus víctimas le pidieron públicamente justicia al señor Bergoglio en 2014, pero sus abusos siguieron hasta ahora, cuando los padres de las víctimas consiguieron pararlos.

Pero la imagen ya no es la del desprestigio. El señor Bergoglio consiguió devolver su Iglesia al centro del espectro: titular repetido de los diarios, líder en Twitter, campeón de la sonrisa y la conciencia más o menos social. Jorge Bergoglio es alguien que sabe que para conservar un poder hay que mudar algunas formas de ese poder, adaptarse a momentos y necesidades, decir o callar según convenga: un peronista. Su dios, eterno e inmutable, le agradece el poder renovado.

Y nosotros, todos nosotros, vamos a festejarlo: muy feliz Navidad, campanas, campanitas.

Martín Caparrós es periodista y novelista argentino que radica en España. Sus libros más recientes son El hambre y Echeverría.

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