¿Quién es la mala?

Me gusta la música, entiendo de música, y opino que la de Luis de Pablo es hoy de las mejores del mundo. Pero entender de música es entenderla toda, a quién va dirigida y con qué intenciones. Si se trata de «Pierrot lunaire», de Schoenberg, o de un viejo bolero sentimental y cursi. Me identifico histórica y ambientalmente, plástica y literariamente. Soy autor dramático y novelista, y ese tipo de menester requiere de esta identificación absoluta, esta metamorfosis del alma. La Zarzuela española es muy rica en sentimientos comunes, anímicamente vulgares. Pongo por ejemplo la melancolía patriótica que despierta en mí el coro de repatriados de «Gigantes y cabezudos»:

Al fin te miro,
Ebro famoso,
eres más grande y más hermoso.
Cuánto consuelo, cuánta alegría,
cuánto he soñado si te vería.
Es bien curioso el contraste de un pasodoble marchoso con una letra tan depresiva y melancólica.
- Por la patria peleé. ¡Ay de mí!
¡Ay, pobres madres, cuánto han llorado!

El desastre colonial se tiñe de esa vulgar melancolía, y hay otro aspecto de la letra que me suscita perplejidad. Esto es lo que expresa la jota bravía y desafiante:
Si las mujeres mandasen
en vez de mandar los hombres,
serían balsas de aceite
los pueblos y las naciones.

Que se lo pregunten a Margaret Thatcher o Angela Merkel, con las que no ha mejorado un ápice el ánimo belicista de los pueblos y las naciones. Solo se descubre que la mujer compite en maldad con el hombre, en perversa complejidad. Yo viví la segunda posguerra en Francia y tuve noticia de la espantosa crueldad de las mujeres con los soldados alemanes que se retiraban: las patadas, los insultos y vejaciones que sufrían aquellos desgraciados, presa de las Furias. Los abofeteaban con el zapato, a veces les saltaban los ojos o los remataban con un certero golpe en la cabeza. Aún pudiera decirse que la maldad de las mujeres es más refinada y sádica. Me viene a la memoria el recuerdo de una vecina que la tenía tomada conmigo:

-«Veo que te has depilado un poco los pelitos del entrecejo y que te peinas hacia adelante para disimular las entradas. Tú serás calvo inapelablemente y muy pronto, y con algún palmo de afeminamiento. Ten cuidado».

¡La muy... antipática señora! Un puro veneno con faldas. Víctima a su vez de la violencia doméstica, en respuesta a su mala entraña. También me enteré de que el marido la zurraba siempre que ella le soltaba alguna de sus frescas, y yo me sentía vengado indirectamente. Los dos eran uno mismo. El común infierno doméstico. No justifico con esto el machismo asesino que nos desborda, pero me embarga esa perplejidad, la crueldad femenina es una realidad que todos podemos sufrir en nuestro vivir cotidiano. También las hay que matan a sus hijos, como Medea. Lo confieso sinceramente: en mi relación con aquella vecina me entraban ganas de matarla. ¿Y quién gana en maldad a quién? Ya me diréis si tenéis el infortunio de casaros con una mujer como la vecinita de marras.

Ante la mera idea de violencia, aunque sea como desesperada respuesta, se me crea un problema de conciencia, una confusión sobre mí mismo. Y también sobre muchos de mis semejantes. En un momento de ofuscación todos podemos matar, aun inconscientemente, sin querer, como si pisáramos un hormiguero o a una cucaracha que deambulara por el pasillo de casa. No cabe en este caso la presunción de inocencia. Ni tema para tratar en el confesonario, sería tanto como para decir: «Acúsome, padre, de haber matado a una cucaracha».

Ahora reina la confusión en mi alma, la definitoria confusión del cosmos, del que apenas conocemos nada. A saber si todos no somos unas víctimas de la materia oscura. Algo o alguien han de tener la culpa y no es cuestión de pedir mas explicaciones al señor Rajoy, que navega en plena confusión desde hace meses.

Francisco Nieva, de la Real Academia Española.

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