¿Quién es responsable del crédito irresponsable?

Ahora que hasta el propio presidente del BBVA nos advierte desde la Universidad de Harvard que “estamos viendo ya los comienzos de una expansión del crédito indebida”, creemos que es procedente preguntarnos cómo es posible que hayamos aprendido tan poco, pese a la lección de realidad a la que nos han sometido estos últimos siete años de crisis. Especialmente, desde el momento en que existe práctica unanimidad entre los expertos y las instituciones internacionales de control en calificar a la concesión irresponsable de crédito como la principal causa, tanto de la gran recesión global, como de nuestra particular burbuja inmobiliaria.

En todo este tiempo transcurrido desde el inicio de la crisis, en España no hemos sido capaces de adoptar, ni las medidas preventivas suficientes para evitar que algo así pueda volver a ocurrir, ni, lo que es peor, las medidas paliativas imprescindibles para rescatar del drama de la exclusión a sus principales víctimas. Y si esto último es algo aún peor, no lo es sólo por los graves efectos sociales que seguimos padeciendo, sino porque en muchas ocasiones las medidas paliativas eficaces constituyen la mejor prevención posible como consecuencia de sus efectos conexos de carácter disuasorio.

Algo así ocurre con la imposición de una sanción a la entidad crediticia que conceda crédito de manera irresponsable por la vía de exonerar al deudor de buena fe por las deudas que no pueda pagar, lo que internacionalmente se conoce como fresh start, discharge o, entre nosotros, segunda oportunidad. Por un lado permite rescatar de la exclusión social a los grandes sufridores de la crisis, y por otro crea un importante incentivo a favor de la prudencia a la hora de conceder nuevo crédito. Y esto no lo decimos nosotros, sino el propio Banco Mundial: “los acreedores que saben que sus deudores tiene acceso a una salida de emergencia tienen también incentivos para adoptar prácticas más cuidadosas en la concesión de crédito”.

Aunque esa liberación de deudas existe ya en prácticamente todos los países desarrollados, nosotros nos resistimos a consagrarla de manera efectiva, pese a las recomendaciones y advertencias del Banco Mundial, del FMI y de la UE. A través de una largo y desesperante iter legislativo —que empieza con la reforma concursal del 2011, sigue con la Ley de Emprendedores de 2013 y culmina con la reciente de Segunda Oportunidad— nos hemos dedicado a marear la perdiz, ya sea restringiendo hasta el máximo su ámbito de aplicación y dificultando su procedimiento, ya sea, como ocurre con la última citada, introduciendo la peregrina idea de que si el deudor mejora sustancialmente de fortuna los créditos supuestamente extinguidos resucitarán transcurrido un plazo de cinco años. Eso sí, apoyándose (según nos dice su Exposición de Motivos) en la autoridad y precedente de las Partidas de Alfonso X El Sabio, más sabio en recesiones y burbujas, sin duda alguna, que el FMI o el Banco Mundial.

El coste que pagamos por ello no se mide únicamente en riesgo de sobreendeudamiento, sino también en falta de competitividad. Los emprendedores y consumidores que han fracasado no tienen ningún incentivo para intentarlo de nuevo, al menos mientras subsista esa espada de Damocles de la resurrección del crédito impagado que, en nuestro caso, presenta la paradoja de que el pelo de caballo de la que cuelga se rompe con el éxito y no con el fracaso. Efectivamente, el éxito en la segunda oportunidad conlleva recuperar un pasivo supuestamente olvidado, mientras que la pasividad o la economía sumergida no suponen riesgo alguno. Todo muy razonable en un escenario, como el actual, de escasa productividad y elevado déficit fiscal.

Podría pensarse que la entidad bancaria ya tiene suficiente sanción cuando no le devuelven su crédito, sin necesidad de tener que exonerar además expresamente al deudor. Máxime cuando la posibilidad de cobrarlo es mínima. Sin embargo, esto olvida que un buen sistema de segunda oportunidad incentiva al deudor de buena fe que no puede pagar a acudir rápidamente al concurso, con el fin de rehabilitarse para la economía productiva cuanto antes, lo que posibilita una negociación con el banco, si no en plano de igualdad, al menos con más margen que la actual.

Esta sanción para el banco en forma de empoderamiento de la posición del deudor no conlleva en absoluto un deterioro de la cultura de pago, pese a que interesadamente se haya sugerido así. Esa es una excusa cómoda. La experiencia internacional demuestra lo falaz del argumento, como señalan todos los expertos y resulta meridianamente claro desde el momento en que solo el deudor de buena fe puede optar al beneficio. Lo que verdaderamente perjudica la cultura de pago es incentivar la economía sumergida y la actuación a través de testaferros.

Por todo ello, debemos ser muy conscientes de que, para atajar el riesgo del crédito irresponsable, los reguladores y las entidades crediticias deberían estar dispuestos a asumir mucha más responsabilidad de lo que han demostrado hasta ahora, sin que baste para ello adoptar una más estricta regulación en materia de provisiones por riesgo de crédito. El consumidor de buena fe, insolvente por la actuación irresponsable del prestamista, debe ser reparado por el perjuicio sufrido.

Al fin y al cabo, que la entidad responda de esta manera irá indudablemente en su propio beneficio, porque, como afirmaba nuestro gran humanista Juan Luis Vives hace casi quinientos años, “en la República no se desprecia a los más débiles sin peligro para los poderosos”. Hasta ahora hemos eludido el problema y la reacción no se ha hecho esperar. Si no lo afrontamos de una vez, será solo el principio.

Matilde Cuena es profesora titular de Derecho Civil acreditada a catedrática y Rodrigo Tena es notario. Son editores del blog ¿Hay Derecho?

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