Por Ignacio Álvarez-Ossorio, profesor de la Universidad de Alicante (ABC, 03/03/06):
Las huestes de Al-Zarqaui han decidido gastar su último cartucho en Irak: intentar provocar una guerra civil entre suníes y chiíes. El reciente atentado contra la mezquita de Samarra ha desencadenado una espiral de violencia sin precedentes y ha encendido todas las alarmas en torno a la posibilidad de que los esporádicos enfrentamientos degeneren en un conflicto de baja intensidad de impredecibles consecuencias.
Abu Musab al-Zarqaui, el hombre de Al Qaida en Irak, está llevando hacia extremos difícilmente imaginables la estrategia yihadista puesta en marcha por Osama bin Laden. Sólo así se entienden los atentados contra la comunidad musulmana chií, a la que acusa de colaborar con las tropas americanas y de intentar marginar a los suníes en la era post-Sadam. Lo más chocante es que los atentados pretenden justificarse desde el punto de vista religioso, aludiendo a la necesidad de combatir a los «rawafid», es decir, a aquellos que tras la muerte de Mahoma no reconocieron la autoridad de los califas ortodoxos y engrosaron el bando de Alí, primer imán de los chiíes, provocando el gran cisma dentro del islam. Similares argumentos fueron empleados por los saudíes en 1801 para saquear la ciudad santa de Kerbala, donde descansan los restos del imán Husayn.
Al-Zarqaui considera tan legítimo atacar a las tropas americanas, a las que tacha invariablemente de «cruzados», como volar los santuarios de los chiíes. Al proceder de esta manera, está consiguiendo crear un auténtico desierto en torno a él, ya que su estrategia terrorista e incendiaria genera fuertes resistencias, incluso entre los propios suníes.
Aunque se pretenda disfrazarlo como un conflicto confesional, está claro que el objetivo es político ya que se busca desencadenar una guerra civil. Los yihadistas comulgan con la máxima «cuanto peor, mejor» e interpretan que, de extenderse el caos y la anarquía por todo el país, la Administración Bush habrá fracasado en su intento de asentar la democracia en la región y se verá obligada a acelerar su salida del país para no verse entre dos fuegos.
Todo ello pone de manifiesto que el yihadismo ha entrado en una fase aún más mortífera y desesperada que las anteriores, ya que además de perseguir objetivos occidentales (como ocurriera en el 11-S neoyorquino, el 11-M madrileño y el 7-J londinense), ahora ha extendido su terror a todos aquellos musulmanes considerados infieles y apóstatas, planteamiento que, llevado a su paroxismo, podría desestabilizar todo el Oriente Próximo.