¿Quién le teme al cuco del estímulo fiscal?

Después del desastre económico de 2008-2009, es comprensible que la gente esté preocupada por la devastación que podría producirse en caso de que haya una segunda crisis financiera. Pero la probabilidad de que eso ocurra es bastante pequeña, y si lo hiciera, esta vez los efectos serían mucho menos catastróficos, ya que ahora no hay enormes burbujas especulativas o crediticias que puedan estallar.

Eso no impide que tanto algunos expertos como los medios de prensa estén exagerando esos temores y distrayendo así la atención de otros esfuerzos mayores en pos de evitar un estancamiento prolongado en gran parte del mundo desarrollado; estancamiento que obstaculizará inevitablemente la recuperación económica en el resto del mundo, especialmente en los países en vías de desarrollo.

El “cuco” favorito del momento es la deuda pública. Se está armando un enorme alboroto sobre los altos niveles de deuda soberana en ambos lados del Atlántico y en Japón, pero como señala el comentarista en temas económicos Martin Wolf, “El problema fiscal está en el largo plazo, no en lo inmediato”. Además, si bien Japón tiene la relación deuda/PIB más alta de todos los países ricos, no es un problema grave, porque la deuda está en poder de inversores locales. Y en cuanto a Europa, ya es ampliamente aceptado que sus problemas crediticios se deben a aspectos de la integración europea que no se pensaron suficientemente bien.

Hasta ahora, la comunidad internacional no ha conseguido encontrar arreglos eficaces y equitativos para la reestructuración de las deudas soberanas, a pesar de las consecuencias claramente problemáticas e inhabilitantes de las crisis de deuda pública del pasado. Esto impide aplicar medidas de alivio oportunas para los problemas de endeudamiento y pone trabas a la recuperación.

Los altos niveles de deuda pública también se emplean en muchos países desarrollados como argumento para justificar una mayor austeridad fiscal. Pero en vez de ayudar, este ímpetu en recortar presupuestos está revirtiendo los esfuerzos de recuperación anteriores. En un momento en que la demanda del sector privado todavía es débil, la austeridad no sirve para acelerar la recuperación, sino que la frena, y de hecho ya produjo una reducción del crecimiento y del empleo. Y aunque los mercados financieros insistan en reducir el déficit, la reciente desvalorización de acciones y bonos (que es reflejo de una falta de confianza) sugiere que los mercados también son conscientes de lo perjudicial que es llevar a cabo una consolidación fiscal en épocas de insuficiencia de la demanda privada.

Quienes se oponen a las políticas de estímulo fiscal aducen, cínicamente, que cualquier iniciativa similar está destinada al fracaso, y para demostrarlo presentan como prueba... ¡los recortes impositivos aplicados por el ex presidente de los Estados Unidos, George W. Bush! Otros señalan que los intentos de la Reserva Federal de los Estados Unidos de lograr un “alivio cuantitativo” no han tenido demasiado resultado. Se dice ahora que los “estabilizadores automáticos” de Europa (que sin duda mitigan el impacto de la crisis) alcanzarán para garantizar la recuperación, a pesar de que existen pruebas concluyentes en sentido contrario.

Un crecimiento más lento implica caída de los ingresos y una aceleración de la espiral descendente. El déficit actual de la mayoría de los países desarrollados refleja la reciente merma de la recaudación impositiva que siguió a la disminución del crecimiento, así como el alto costo de los paquetes de rescate destinados al sector financiero. Y sin embargo, no son pocos los políticos que insisten en que hay que tomar medidas inmediatas para corregir no solamente el déficit fiscal, sino también los desequilibrios comerciales y la vulnerabilidad de los estados contables de los bancos. Pero aunque es indudable que en algún momento habrá que encarar estos problemas, si se los pone como prioridad ahora lo único que se logrará es obstaculizar cualquier intento de lograr una recuperación más firme y sostenida.

Aplicar políticas públicas equivocadas puede inducir una recesión. Esto fue lo que ocurrió en 1980‑1981, cuando la Reserva Federal de los Estados Unidos subió el tipo de interés real con la intención manifiesta de acabar con la inflación, pero al mismo tiempo indujo una desaceleración económica internacional. Esta recesión no solamente impulsó crisis fiscales y de deuda soberana, sino que produjo un prolongado estancamiento fuera de Extremo Oriente que hundió a América Latina en una “década perdida” y a África en un “cuarto de siglo de retroceso”.

Otra distracción consiste en exagerar la amenaza de la inflación. Las tasas de inflación que muchos países han padecido en tiempos recientes se deben a un encarecimiento de los commodities, especialmente los combustibles y los alimentos. En circunstancias como estas, aplicar políticas deflacionarias puertas adentro de un país no ayudará a contener la inflación importada y lo único que conseguirá será frenar todavía más el crecimiento.

Por desgracia, la prioridad política número uno del momento está puesta en encarar posibilidades remotas, y se pasa por alto la tarea urgente inmediata: coordinar e implementar esfuerzos para elevar y sostener los niveles de crecimiento y creación de empleos. Mientras tanto, los recortes del gasto social y de los programas de bienestar solamente empeoran las cosas, ya que reducen todavía más el empleo y la demanda de los consumidores.

Es probable que la presión sobre el nivel de ocupación y los presupuestos familiares no se detenga. Los vocingleros llamamientos a introducir reformas estructurales apuntan principalmente a los mercados laborales, no a los mercados de productos. Parece que aumentar la inseguridad de los trabajadores fuera el punto de partida para sanear la economía. Pero en estas circunstancias, liberalizar el mercado de empleo no solamente destruirá los restos de protección social que quedan, sino que también es probable que reduzca los ingresos reales, la demanda agregada y, finalmente, las perspectivas de recuperación.

Por si fuera poco, en décadas recientes no solamente se vio que los beneficios de las empresas aumentaron a expensas de los salarios, sino que además convergieron con preferencia a los sectores financieros, de la industria del seguro e inmobiliarios. Los escandalosos aumentos que en estos años obtuvieron los ejecutivos de finanzas en sus remuneraciones, aumentos que no pueden atribuirse a una mejora de la productividad, profundizaron la visión cortoplacista del sector financiero y empeoraron su exposición a riesgos en el largo plazo, lo que agudiza la vulnerabilidad sistémica.

Para colmo de males, antes de la Gran Recesión se produjo en la mayoría de los países un aumento de la desigualdad de ingresos, que redujo los ahorros de los hogares y derivó más crédito al consumo y a la compra de bienes, restándoselo al aumento de la inversión en capacidad económica.

El mundo necesita ahora mismo líderes que tengan una visión a largo plazo del futuro. Las instituciones financieras creadas después de la Segunda Guerra Mundial se establecieron no solamente para garantizar la estabilidad monetaria y financiera, sino también para asegurar condiciones que permitieran el crecimiento sostenido, la creación de empleo, la reconstrucción posbélica y el desarrollo de las antiguas colonias.

Por desgracia, las políticas actuales se justifican diciendo que son alternativas “promercado”, aunque en realidad terminan siendo procíclicas. Pero lo que se necesita con urgencia son medidas, instituciones e instrumentos anticíclicos.

Los líderes mundiales parecen estar prisioneros de los intereses financieros y de sus socios, medios de prensa, ideólogos y magnates con suficiente influencia política para asegurarse más rentas con menos pago de impuestos: difícilmente pueda haber un círculo más vicioso. De hecho, el peor peligro que se nos presenta ahora no es ni la deuda pública ni la inflación, sino que se produzca una espiral económica descendente cada vez más difícil de revertir.

Por Jomo Kwame Sundaram, subsecretario general para el desarrollo económico en las Naciones Unidas. Fue galardonado en 2007 con el premio Wassily Leontief por sus trabajos en pro de la ampliación de las fronteras del pensamiento económico. Traducción: Esteban Flamini.

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