¿Quién manda en Europa?

La Historia nos muestra cómo la civilización que conocemos ha surcado caminos muy complejos: en ocasiones se ha avanzado mirando hacia un horizonte que era puerta de entrada en una vida cosmopolita y, en otras, los pueblos se han encerrado en su pequeñez para darse el gustazo de cultivar la soledad. Todo parece indicar que la humanidad prospera abatiendo fronteras, no creándolas. Los intercambios económicos y comerciales son pasarelas por las que luego caminarán los culturales y educativos y aun los sociales y personales, formando esos maridajes que nos hacen más sabios, pues nos ayudan a colocar en su justo lugar nuestras convicciones y pasiones despojándolas de las certezas agresivas que a menudo encierran.

Evocar esta realidad, que es por supuesto mezcla inevitable de asperezas y de venturas, viene a cuento por la polémica suscitada como consecuencia del Acuerdo de libre comercio con Canadá, conocido por su acróstico en lengua inglesa como CETA.

Desde hace casi una década y, tras la impotencia a la hora de conseguir pactos concretos en el marco de la Organización Mundial del Comercio, se ha optado por anudar de manera bilateral compromisos entre la Unión Europea y otros países que faciliten las relaciones económicas. Y así se han suscrito tratados comerciales con Corea del Sur, Perú, Singapur... y últimamente Canadá.

Hace unos días, el Parlamento europeo ratificó este Tratado CETA que habían suscrito el pasado octubre el primer ministro canadiense y, por parte de la Unión Europea, los presidentes de la Comisión, del Consejo Europeo y el de Eslovaquia, quien ejercía la presidencia de turno de la Unión. Tal pacto ha sido fruto de un proceso de negociación laborioso sobre aranceles, titulaciones de profesionales, denominaciones de origen, prestaciones de servicios, certificados y un largo etcétera que ocupan unas 1.600 páginas. No entramos, por carecer de competencia para ello, en la letra pequeña de ese contenido donde habrá elementos positivos y otros más discutibles. Pero sí queremos destacar el laberinto procedimental que se abre a partir de ahora.

Porque resulta que, cuando creíamos que se había ultimado la discusión en la que han participado expertos, representantes de las empresas y de las asociaciones de consumidores, de los Estados y regiones europeas (¡hasta Valonia impuso su veto particular!), cuando parecía que la firma de la alta representación de la Comisión y el Consejo Europeo más la aprobación mayoritaria por el Parlamento Europeo era ya suficiente para que se iniciara la entrada en vigor de CETA, caemos en la cuenta de que no es así. Causa: la presión de los jefes de Estado y de Gobierno que reclamaron para sus parlamentos nacionales y regionales la competencia de ratificación de este acuerdo internacional. Un debate local que podrá enredarse y alargarse indefinidamente si tenemos en cuenta además que hace unos días un centenar de diputados de la Asamblea francesa han solicitado que el Consejo Constitucional francés se pronuncie sobre la adecuación de CETA a la Constitución de 1958.

Los canadienses habrán quedado a buen seguro sorprendidos al advertir que todas esas firmas solemnes más la aprobación de un Parlamento europeo que representa a 500 millones de ciudadanos no ha servido más que para otorgar al Tratado un carácter meramente «provisional» que pende de lo que ahora vayan diciendo, a un ritmo exasperante, decenas de parlamentos nacionales y regionales. Y acaso los tribunales constitucionales.

Estamos -no puede ser más evidente- ante las corrientes de aire proteccionistas que azotan un edificio, el europeo que, construido según los planos de Lisboa, se ocupó de precisar los equilibrios entre poderes e instituciones europeas y nacionales. En lo que ahora nos interesa, los Estados impulsaron, con su firma, la competencia exclusiva de la Unión Europea para suscribir acuerdos internacionales en el ámbito de la política comercial común (arts. 3.1 y 207 TFUE), lo que ha ratificado en varias ocasiones el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Ahora estamos a la espera de su dictamen porque se le ha pedido desde la Comisión que dirima esta contienda aunque algo inquietantes son las conclusiones de una Abogada General -provisionales, según la página oficial del Tribunal- en torno al acuerdo con Singapur porque en ellas se defiende la necesaria participación de los Estados miembros.

Sin embargo, esperemos que los jueces no tengan flaca la memoria y se acuerden de que acaban de firmar otro Dictamen importante, también a petición de la Comisión, al hilo de otro Tratado internacional, el bautizado como Tratado de Marrakech, que trata de facilitar el acceso a las publicaciones de las personas ciegas. No siendo comercial stricto sensu, lo cierto es que, a pesar de la existencia de una normativa europea destinada a armonizar la propiedad intelectual y del interés que todos tenemos por facilitar a las personas ciegas el ejercicio de sus derechos, algunos Estados quisieron reservarse obstinadamente esa competencia para suscribir tal acuerdo. El Tribunal ha dicho de forma clara que la competencia no es de los Estados sino de las instituciones europeas.

Tras lo sumariamente expuesto, nuestra tesis es que, si seguimos planteando interminables pendencias, enarbolando las competencias como si fueran estandartes para abrir fuego en el campo de batalla, acabaremos descubriendo el Sacro Imperio Romano Germánico donde el fortalecimiento de los príncipes y de las ciudades libres se fue produciendo a costa de debilitamiento del poder imperial saldándose con el fracaso los intentos de los emperadores destinados a invertir la tendencia. El final lo conocemos: bastó un soplido de Napoleón para que todo se desplomara con el estruendo de un trono de cartón-piedra.

Como nos resistimos a dejarnos abatir y dar por perdida la causa europea, enredada en laberintos donde no se sabe cuál es la madeja de la que sale el hilo de Ariadna, permítasenos recordar la inspiración que puede ofrecer el funcionamiento de la justicia europea. En concreto cómo se han vertebrado las relaciones entre las jurisdicciones nacionales, incluidas las constitucionales, y la europea, representada por el Tribunal de Luxemburgo.

Su historia nos demuestra cómo los recelos y peleas en el mundo judicial europeo han ido dando paso a un entendimiento mutuo y a la construcción de un fructífero diálogo entre jueces que se halla inspirado por la idea de un proyecto común que a todos abraza y que es la integración europea. Cruz Villalón ha calificado los enfrentamientos de las jurisdicciones como una muestra de «pluralismo agonístico» caracterizado en todo caso por la existencia de un sustrato común de lealtad entre los protagonistas que se concreta en el anhelo de un cabal y armónico funcionamiento de las instituciones europeas al servicio de los ciudadanos.

Claro que la historia, que se sigue escribiendo cada día, no está resultando fácil ni de momento hemos sido capaces de evitar los renglones torcidos porque los tribunales internos sólo paulatinamente han ido aceptando la primacía del Derecho europeo. Para avanzar en esta tarea, correosa y aun desesperante, han sido capitales varios instrumentos, entre los que destaca el planteamiento de la cuestión prejudicial ante los jueces de Luxemburgo cuando se suscitan dudas acerca de la adecuación al Derecho europeo de una norma interna. Su manejo ha sido trascendental porque ha acabado convirtiendo a los jueces nacionales en coprotagonistas activos del proceso de integración europea.

Expresión de la máxima solemnidad e importancia de este decurso histórico ha sido la presentación ¡nada menos que por el altivo Tribunal Constitucional alemán! de la cuestión prejudicial ante su homólogo de Luxemburgo con motivo del análisis de la legalidad de las medidas del Banco Central Europeo relativas a la compra de deuda pública (asunto ya resuelto y del que dimos noticia en las páginas de este periódico). Era la primera vez que el Tribunal de Karlsruhe enviaba a sus colegas de Luxemburgo una cuestión prejudicial pues hasta ese momento sólo había habido entre ellos una vaga «relación de cooperación».

Se verá que, aun con sus limitaciones y sus desajustes, el ejemplo del mundo judicial es estimulante porque nos permite concebir alguna esperanza: la de que alguien crea que merece la pena luchar por una Europa unida. Al fin y al cabo quienes somos asiduos lectores del Antiguo Testamento sabemos «que todo insensato se da a las disputas [mientras] es un honor para el hombre evitar las contiendas» (Proverbios, 20, 3).

Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes son catedráticos de Derecho Administrativo. Son autores de Cartas a un euroescéptico (Marcial Pons, 2014).

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