¿Quién paga la factura climática?

Con la cumbre climática de París en marcha, la distribución de los costes del cambio climático vuelve al primer plano. No son menores. Incluyen, por una parte, costes de mitigación: principalmente, la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, a fin de evitar que el calentamiento global supere los 2ºC. El Banco Mundial los ha estimado entre  140 y 175.000 millones de dólares anuales, a los que hay que añadir los ya inevitables costes de adaptación —levantar diques, reubicar poblaciones, construir sistemas de irrigación—, estimados entre 30 y 100.000 millones adicionales al año.

Los ciudadanos son reacios a asumir dichos costes, oímos con frecuencia. Pero esto, como diría el Gran Lebowski, es sólo una opinión. Una encuesta reciente del Pew Research Centre, muestra un amplio consenso global en sentido contrario. El 69% de los americanos, el 71% de los chinos y el 87% de los europeos, los tres principales emisores absolutos y per cápita, defienden un acuerdo que implique limitar las emisiones propias. La encuesta muestra, sin embargo, importantes discrepancias sobre qué países deberían asumir mayor responsabilidad.

La respuesta a esta cuestión es en parte empírica. Decidir quiénes, y en qué medida, deberían pagar la factura climática exige conocer las causas del cambio climático, así como los costes y efectos probables de los diversos escenarios de mitigación y adaptación. Pero es también normativa, moral. Pues lo que está en juego no son florecillas del campo, sino derechos fundamentales, como el acceso a agua potable o a la salud, especialmente amenazados, según el Panel Intergubernamental para el Cambio Climático, en los países en desarrollo. Examinemos, pues, los tres principios que han protagonizado los debates recientes sobre justicia climática: los de responsabilidad, beneficio y capacidad.

El primer principio —“quien contamina, paga”— apela a la responsabilidad histórica: quienes con sus acciones pasadas crearon el problema han de asumir los costes más sustanciosos de solucionarlo. Así, puesto que EE UU y los países europeos son responsables de más del 50% de las emisiones históricas, éstos deberían asumir mayores costes de mitigación y adaptación (la UE ha prometido una reducción de emisiones para 2030 del 40% respecto a los niveles de 1990).

El principio aplicaría, desde luego, a las emisiones presentes. ¿También a las pasadas? Incluso dejando de lado el problema jurídico de aplicar el principio retroactivamente, hay dos razones para el escepticismo. La primera es la ignorancia excusable de los emisores pasados. La Standard Oil fue uno de los principales emisores durante la Segunda Revolución Industrial. Pero sería cuestionable responsabilizar por dichas emisiones a sus herederos actuales, como Chevron, cabeza del pelotón de emisores históricos. A fin de cuentas, John D. Rockefeller no tenía por qué conocer los efectos que la empresa que presidía tendría sobre el calentamiento global. La segunda razón cuestiona la continuidad intergeneracional: ¿por qué deberían pagar americanos y europeos actuales la factura climática generada por remotos miembros de sus árboles genealógicos?

Ninguna de estas objeciones es insalvable. Al menos desde 1990, es de conocimiento público que la emisión de gases de efecto invernadero causa el cambio climático. El alcance de la ignorancia excusable es limitado, pues. Por otra parte, la responsabilidad por acciones de generaciones pasadas, cuando es atribuida a estados democráticos en vez de a individuos o empresas, no debería suponer mayor inconveniente. Lo contrario implicaría que las generaciones actuales no tienen la obligación de pagar la deuda contraída por sus antepasados o de obedecer las normas constitucionales adoptadas por éstos.

El segundo principio ofrece una respuesta alternativa a esta objeción. Según el principio “del beneficio”, americanos y europeos actuales deberían responsabilizarse de lo que hicieron sus antepasados no por su conexión con éstos, sino porque se han beneficiado de sus acciones. Así, la industrialización habría generado una “deuda ecológica” que sus beneficiarios actuales deberían saldar.

Un primer problema es que no sólo americanos y europeos actuales se han beneficiado de la industrialización. También lo han hecho sus antepasados e, indirectamente, coetáneos de países no industrializados. Esto no invalida el principio. Pero limita su aplicación. De ser así, americanos y europeos actuales deberían asumir únicamente su fracción del beneficio total, una fracción en cualquier caso mayor que la de quienes se han beneficiado en menor medida.

Más problemático resulta que ser beneficiario de daños causados por terceros genere obligaciones de reparación. Analogía: un aumento de la siniestralidad vial causado por una relajación de los controles de la Dirección General de Tráfico incrementaría, con toda probabilidad, el número de órganos de la red pública de trasplantes. Difícilmente aceptaríamos, sin embargo, que quienes se beneficiaran de un trasplante contraerían por ello un deber de compensar a los familiares de los siniestrados.

Un tercer principio —el de la “capacidad de pago”— prescinde, a diferencia de los anteriores, de establecer causalidad entre acciones pasadas y perjuicios o beneficios presentes. Exige simplemente que quienes más capacidad tienen más cargas asuman.

Se podría objetar que es injusto despachar los criterios de responsabilidad y beneficio. O ineficiente, pues podría generar incentivos perversos. Pero una distribución uniforme de las reducciones de emisiones dificultaría que muchos de los países en desarrollo salieran de la pobreza. Siendo así, ¿qué hay de injusto en que éstos asuman costes inferiores? Como ocurre en las negociaciones de posguerra, en ocasiones es preferible que los costes de reparación sean asumidos no por quienes son responsables, sino por quienes disponen de mayor capacidad.

Pese a sus diferencias, los tres principios permiten cuestionar el método empleado en París para distribuir los costes de mitigación, cuya fórmula recuerda a la del telemaratón solidario. En vez de negociarse tasas de reducción de emisiones vinculantes para las partes, como ocurrió en Kioto, esta vez cada país ha enviado sus propios compromisos voluntarios. Con resultados heterogéneos y algunos de los grandes emisores asumiendo menores reducciones que países con menor responsabilidad, beneficio y capacidad.

Claro que podría ser peor. China y EE UU podrían no haber enviado compromisos propios. Y no es descartable que el acuerdo finalmente descarrile o carezca de fuerza vinculante. Estamos curados de espanto, tras el fracaso de la conferencia de Copenhague en 2009. “La carta de suicidio más larga de la historia”, como la definió el Director General de Greenpeace en referencia a la histórica derrota electoral del Partido Laborista en 1983. Pero, como solía decir la ganadora de dichas elecciones, Margaret Thatcher, “a veces, para ganar una batalla, tienes que pelearla más de una vez”.

Iñigo González Ricoy es profesor de filosofía política en la Universidad de Barcelona.

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