¿Quién regenera la democracia?

La mayoría de ciudadanos honrados y gran parte de la clase política decente, que también la hay, están hartos de la corrupción, de la falta de democracia, de la inmoralidad de nuestra vida política. Recordaba hace poco Raúl del Pozo que, cuando le preguntaron a Hegel si existía Dios, contestó: «Todavía no». Si se preguntara a muchos ciudadanos si en España hay democracia actualmente tendrían que responder también: «Todavía no». Sin embargo, cuando se realizó la Transición y comenzó poco después a aplicarse la Constitución, nadie dudaba de que estaba surgiendo en España un régimen democrático, a pesar de la falta de experiencia que tenían tanto los políticos como los ciudadanos. Desde 1978 hasta 2004, España disfrutó de los mejores años de su historia. Fue un periodo en paz, solo enturbiado por el terrorismo anómalo de ETA. Fue un periodo en que parecía desterrada de nuestro país para siempre esa dialéctica entre el amigo y el enemigo, según la célebre doctrina del jurista alemán Carl Schmitt, tan arraigada en estos lares y que llegó a su paroxismo en la II República y, después, en la sangrienta Guerra Civil. Nunca se había alcanzado en España un nivel de desarrollo económico tan elevado como en esos años. Nunca la mayor parte de los españoles había gozado de un nivel de vida y cultural como entonces.

Ahora bien, la prosperidad y el éxito conseguidos no permitían ver los defectos de construcción de aquel magnífico edificio, concretamente los que se refieren a la inevitable quiebra del Estado de las Autonomías. España, hemos sabido después, no puede permitirse el costo de las 17 comunidades autónomas, más las dos ciudades autónomas, que con sus derroches nos han acercado a la bancarrota del sistema. No cabe engañarse en este sentido, pues tras el fracaso de la burbuja inmobiliaria y de su secuela de seis millones de parados, la convalecencia económica será lenta y dolorosa. De ahí que podamos sostener que no sufrimos únicamente una crisis económica. Mejor dicho, tenemos una crisis económica, pero no es la auténtica crisis que nos aflige. Nuestra verdadera y mayor crisis es la política, demoledora para nuestra democracia, esparciendo la corrupción en todas las instituciones del Estado desde la más alta a la más baja. En efecto, durante los años de los delirios de grandeza, nuestra sociedad aceptó un juego muy peligroso: a cambio de dinero fácil, lo que demostraba la prosperidad real o ficticia de todos, los ciudadanos –hay que decirlo– no querían ver la corrupción generalizada.

Semejante situación se acabaría desbordando a partir de 2004 hasta llegar a la democracia desacreditada de hoy. Ahora bien, no sería justo afirmar que las instituciones creadas por la Constitución de 1978 han demostrado su insuficiencia. Salvo el Estado de las Autonomías, el resto de las instituciones del Estado contenía la suficiente entidad para que nuestra democracia fuese auténtica. Lo que falló fue más bien el conjunto de una clase política neófita en el juego político de un régimen democrático. En efecto, el espejismo de nuestros años gloriosos duró poco porque enseguida quedó claro que la ley por la que se mueve la mayoría de la clase política no es otra que la de apegarse al poder a toda costa. Pero para ello hay que ganar las elecciones, y para ganarlas hace falta cuanto más dinero mejor, y para eso lo importante es conseguir una financiación de los partidos políticos por encima de lo que establecían las ayudas estatales. En esta tesitura, no se sabe quién tiró la primera piedra, pero al final todos acabaron tirando la suya. Si un partido se financiaba ilegalmente, todos los demás tenían que hacerlo también. Es cierto que se legisló para evitar que se produjesen estos excesos, donde también están implicados muchos bancos y empresas, pero no sirvió de nada, porque una vez que se han ganado las elecciones nadie puede sustraer el dinero, legal o ilegal, que cada partido utilizó para llegar al poder o a los cargos. Por el contrario, en los países realmente democráticos, esto no es posible porque funcionan las instituciones de control, existe transparencia en los gastos de los partidos, se obliga a una rendición de cuentas y la opinión pública, a través de los medios de comunicación, no tolera esas conductas. En definitiva, no hay impunidad y la corrupción política se castiga antes de las siguientes elecciones.

Partidos como el PP, el PSOE y CiU chapotean en una ciénaga de la que deberían salir cuanto antes si es que quieren solucionar los auténticos problemas del país. La metáfora expuesta por Pedro J. Ramírez para explicar la dicotomía de la política del Gobierno, consistente en una discoteca con dos pistas de baile, una en la que Rajoy se ocupa eficazmente de la economía y otra en la que se le abuchea por no resolver la corrupción y no ocuparse de la regeneración democrática, es brillante, pero dudo de que puedan matarse dos pájaros de un tiro. Por de pronto, no cabe duda de que si todos los partidos son iguales en la corrupción, todo debería cambiar porque eso constituye un obstáculo para la salida de la crisis. Es más: mientras continúe sin esclarecerse el caso Bárcenas, en lo que respecta al Gobierno, y el caso ERE en lo que afecta al PSOE, no funcionará ni la legitimación del Gobierno ni la de la oposición.

Por ello, no cabe entender cómo en una democracia como la española, el 70% de los políticos imputados por corrupción ha sido reelegido. De este modo, como señala Rosa Díez, se ha interiorizado la idea entre muchos españoles de que si no se ponen de acuerdo el PP y el PSOE no hay nada que hacer. Pero, a su juicio, es una idea falsa porque los que nos han metido en este barrizal no pueden sacarnos de él como si estuvieran fuera. Por tanto, la pregunta que se impone es la de saber qué remedios existen para regenerar la democracia en España y poder desterrar así la corrupción. Sobre las diversas soluciones, que son muy amplias, las hay para todos los gustos, incluso un diputado del PP ha llegado a decir, supongo que no en serio, que «cuando un señor quiera meter la mano en la caja, deben saltar las alarmas y cortarle la mano». Por supuesto, sin llegar a esta medida propia del Corán, hay otras más civilizadas. Una idea muy extendida entre nosotros es la de legislar continuamente para encontrar la solución. Pero eso no sirve para nada, porque una cosa es que exista una norma y otra que se cumpla. Además el exceso de legislación confunde más que aclara, de ahí que en España sobren normas y falten debates parlamentarios. Pero, en fin, entre todas las numerosas medidas que se han propuesto, hay varias que sobresalen, a mi juicio, aunque naturalmente podrían indicarse muchas más. En primer lugar, las campañas electorales deberían reducirse a siete días, en lugar de los 15 actuales, lo que aligeraría los enormes gastos que comportan. En segundo lugar, si los electores no penalizan a los partidos corruptos privándoles de su voto, no conseguiremos nada. En tercero, es necesario un poder judicial completamente independiente, que investigue y penalice la corrupción. En cuarto, se debería aumentar el número de inspectores que controlen el gasto público. En quinto, hay que imponer la limitación de mandatos, es decir, que tanto los miembros del poder ejecutivo como los del legislativo no puedan estar más de ocho años seguidos en sus cargos. Y, por último, habría que establecer que cuando un dirigente de un partido llegue a ser condenado por corrupción, tiene que devolver la cantidad sustraída y, en caso contrario, debería responder subsidiariamente el partido al que pertenece, luego de haberle expulsado.

Es posible encontrar soluciones incluso más drásticas, pues hay personas que piensan que se debería prescindir de toda la clase política actual. Pero ahí entramos en el terreno de las utopías. Con todo, creo que las soluciones expuestas y otras más señaladas por otros analistas serían suficientes. Pero el problema, digámoslo claramente, no es realmente ése. El problema radica en quién es el que puede llevar a cabo estas medidas. Porque ¿cómo van a cambiar de actitud o de estrategia los que se han beneficiado de la política que han estado realizando? Rosa Díez afirma, y no le falta la razón, que existe «un pacto de hierro entre el PP y el PSOE que se mantiene intacto al margen de toda coyuntura. Un pacto para que nada cambie y ambos tengan garantizado, alternativamente, el poder». Lo cual es cierto, pero los partidos bailan al son de quien toca la música y los músicos, aunque sigan siendo de la misma banda, pueden cambiar de melodía.

Hace dos años, en vísperas de las elecciones legislativas de noviembre de 2011, tras las plagas de la era de Zapatero, muchos españoles pensaban que quien podía llevar a cabo la regeneración necesaria era el nuevo Ejecutivo del PP. Dos años después sin negar algún avance en el terreno económico, el actual Gobierno, tanto por la psicología de su líder como por el barril de pólvora en que está sentado, no parece estar capacitado para llevar a cabo esa regeneración a la que aspiran tantos españoles.

De ahí que el desánimo y el escepticismo cunda por doquier. Sin embargo, Rosa Díez, como otras personas optimistas, piensan que cuando algo es necesario termina siendo posible, por muy difícil que resulte o por mucho tiempo que se tarde en lograr. Pero, salvo algún nuevo partido como el suyo o el de Ciutadans, la respuesta habría que buscarla más bien en la sociedad civil, la cual debe movilizarse para controlar a la clase política. El movimiento del 15-M respondía a esta indignación, pero una cosa es protestar y otra organizarse para llevar a cabo las políticas adecuadas. Ahora, lo mismo que sucedió el 13 de julio de 1997, cuando ETA asesinó a Miguel Ángel Blanco, los españoles deberían reaccionar también de forma unánime. Algo así tendrá que pasar para que los políticos reaccionen de una vez.

Jorge de Esteban es presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO y catedrático de Derecho Constitucional.

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