¿Quién regula al regulador?

Las instituciones de la Administración Pública constituyen el centro de gravedad permanente, social y jurídico, que soporta por entero el entramado público de un país, su organización, al generar confianza y seguridad, basadas en su reconocimiento íntegro y aceptación de su solvencia, forjada precisamente por el adecuado conocimiento técnico y por ende referencia moral que proyectan. De ahí la importancia de su prestigio, de la reputación de los miembros que las integran basada en su mérito y capacidad, y de la necesidad de cuidarlas.

Sin Estado no hay ni sociedad ni mercado, desde luego, ya que no basta la mera agrupación de una horda sujeta a la voluntad un jefe o caudillo, ni tampoco el asalto de las necesidades que tenemos todos de bienes, mediante el fraude, miedo o violencia por parte de poderosos desalmados. Y a su vez, en el Estado, cuando es de Derecho, son las Leyes, realizadas por representantes elegidos libremente, las que determinan cómo debe actuar el poder para lograr esos objetivos de disponer de los bienes, públicos y privados, en paz y seguridad si se demuestra que tiene que intervenir para equilibrar el campo de juego.

¿Quién regula al regulador?Con toda exactitud ése es el papel de las instituciones administrativas, ya que, por una elemental división del trabajo, no podrían los pocos representantes parlamentarios hacerse cargo de la totalidad de las actividades y funciones del poder que exige una sociedad y sus ciudadanos. Se necesitan miles, millones, de efectivos, trabajando en unas organizaciones segregadas del poder ejecutivo y cuya selección, precisamente para atender a los ciudadanos, impone que se haga garantizando la mayor calidad. Solo cuando se certifica que una institución está en manos de personas acreditadas y suficientemente preparadas, se les puede confiar esa misión, en la que está en juego, muchas veces la economía, otras el bienestar o inclusive la seguridad de los ciudadanos.

Conviven perfectamente con la democracia representativa; aún más, ayudan a evitar la maligna democracia plebiscitaria de la que tan perversos ejemplos hubo en la Europa de entreguerras durante el pasado siglo, de los que hay ejemplos vivos en Latinoamérica, y que en Europa asoman ya

Las instituciones administrativas son pues absolutamente necesarias y sin ellas, el puro poder político podría entrar a saco en la seguridad y bienestar de los ciudadanos. A mayor institucionalización, mayor calidad en la actuación del poder público. «Nada que esperar, nada que temer», tal sería el lema clásico de quienes las sirven. De ahí que si la cúpula responde a un mero reparto político, surjan de inmediato, cuestionamientos sobre su independencia.

Su máxima expresión son las agencias independientes, caracterizadas porque tienen como misión desarrollar y aplicar el contenido de normas de muy diferente índole, que ocasionalmente delegan en dichos organismos inclusive la capacidad y el poder de definir jurídicamente el campo de juego donde los diferentes actores sociales y económicos se mueven, es decir, los regulan. Y es característico que sus miembros sean nombrados de forma inamovible por un período que no coincide con el de las elecciones generales, ya que se trata, resueltamente, de evitar la coincidencia y alineación con el Gobierno, garantizando así su máxima independencia. Nada de orientación gubernamental, pues; más aun, pueden acabar oponiéndose al propio Gobierno.

Las instituciones, cuando adoptan la forma de Autoridades independientes, suponen, en definitiva, fragmentar el poder político, que como hidra se extiende a todos los lados y rincones de la sociedad. Para ello, desgajan un ámbito objetivo de sectores que demandan una intervención muy técnica sobre los mismos, alejada desde luego de la improvisación, siendo más bien la reflexión académica, científica y experta, la que adopta resoluciones –nunca meras decisiones– fundadas en el conocimiento, con transparencia, sometidas a pruebas a través de procedimientos y finalmente siempre sujetas a control judicial.

Esas Autoridades nacen para lograr el juego justo y limpio en los intercambios sociales en que medie poder y desigualdad y por ello florecieron en el ámbito de la economía; pero no solo en ese campo: también cuando existan bienes públicos en juego que no puedan ser resueltos simplemente mediante la habitual intuición e improvisación políticas que se basa en la pura decisión o negociación. Al contrario, las instituciones resuelven tras una meditada reflexión, sujeta a contraste de terceros (autoridades supranacionales, jueces, etc.) y procedimientos perfectamente controlables, transparentes y autorizados por su innegable auctoritas.

En Europa se adoptaron procedentes de Estados Unidos, país que, con todos sus defectos, algunos enormes, nos recuerda permanentemente que jamás hubo un golpe de Estado que lograra sus objetivos de establecer una dictadura (ni siquiera la fanfarria que entre charanga y brutalidad tuvo lugar el pasado seis de enero cuando una turba supremacista asaltó el Capitolio). Se trata, desde Jefferson, de reconocer que la Democracia sirve exactamente para elegir representantes, pero que existen ámbitos que no se resuelven votando, al exigirse una resolución técnica inasequible en su formulación por el simple hecho de ser ciudadano. Así valorar si detener la cotización en Bolsa de un valor no puede quedar al albur de lo que nos parezca por caernos bien la compañía y votemos alegremente expulsarla del parqué, o autorizar una concentración no depende de la percepción que tales empresas tengan en la opinión publicada y la sometamos al voto ciudadano. Tales actos no son puras decisiones sobre las que tengamos nada que decir votando. Son, de forma decidida, acciones que han de respaldar quienes con auctoritas, por su conocimiento y trayectoria, las puedan justificar motivadamente en términos de alta especialización mediante una resolución contrastable. Por ello, ha de confiarse solamente en quienes tengan formación e independencia de criterio, con un cursus honorum plenamente justificado, pero nunca en quienes, devocionarios del poder, preguntan al jefe político qué han de hacer y desde luego, si se les cuestionara sobre ello, nada tendrían que decir porque nada saben sobre la materia.

Experiencia e independencia, conocimiento y autonomía, son esenciales para garantizar los bienes públicos en juego: certeza económica, igualdad ante la ley, prestigio estatal, reputación pública, en definitiva, todo lo que hace que estar en un país sea algo atractivo por su estabilidad y seguridad, por su igualdad de oportunidades para todos, en fin, por ese poder blando que significa la cultura del mérito, clave para que todos los derechos e intereses sean tratados por igual y con corrección. Y los países con ese poder blando resultan sin duda, los más seguros para vivir, los más interesantes para invertir, los mejores para tener un proyecto personal, para promocionar e innovar. Porque las acciones que se adopten sobre los administrados, serán fiables, incluso predecibles técnicamente o al menos defendibles, sin estar al albur del capricho político del sátrapa de turno.

En cuanto los designados no tengan otro currículum que el carnet del partido y la consecuente devoción por el jefe que los nombra y que, todo lo da y todo lo quita, se impone el capricho y mengua la razón. Algo que todavía no ha sucedido (con alguna necia excepción) ni debe suceder.

Las instituciones así dejarían de serlo, entonado un puro canto de cisne en cada decisión ignorante, política, servil en que cada vez que un administrado se acerque a ellas, habrá melifluamente de avecinarse y simpatizar con el partido de turno, en un trágala permanente, corrompiendo sus derechos mediante el simple mecanismo de abatirlos en un eclipse total, subordinando así a la ignorancia y politización todo lo que le interesa.

Pasando por encima de ellas, además del decidido propósito de controlar prensa y jueces, secan algunos partidos políticos y sus jefes, dictócratas, todo elemento de contrapoder, alcanzando a tales instituciones administrativas que quedan reducidas a ceniza, como muestra el ejemplo de Venezuela. Más que resoluciones, son esperpentos administrativos, más que Instituciones, farsas en el callejón del Gato administrativo.

Mantengamos siempre la calidad de sus órganos y personal. Evitemos su politización. Nos jugamos mucho en ello.

José Eugenio Soriano es catedrático de Derecho Administrativo.

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