¿Quién teme a Ada Colau?

Mucho se ha escrito ya sobre el clima de inquietud o enfado de las élites barcelonesas ante la victoria de Ada Colau y su plataforma izquierdista. Mi reflexión se centrará en el miedo. ¿Miedo? Sí. En los corros políticos y empresariales de Sitges, en los círculos influyentes de Barcelona, más que desprecio a la señora Colau, que lo ha habido, y más que condenas preventivas a su gestión, que también las ha habido, es miedo lo que se percibe.

¿Miedo a una fuerza menor (11 concejales) y a un poder nonato? Aparentemente. Aunque, puesto que el poder de Ada Colau es hipotético y será precario, el miedo tiene que responder forzosamente a un factor más profundo y serio: la propia debilidad. Es el miedo de las élites barcelonesas a sus propias incapacidades y limitaciones lo que flota en el ambiente. Miedo a tener que romper las cómodas rutinas y a tener que buscar nuevas maneras de relacionarse con un poder municipal que desde los tiempos de Narcís Serra ha sido para las élites muy permeable y accesible. Miedo a tener que activar la sociedad civil, siempre tan aplaudida, pero a la vez tan apática, incluso inapetente (¿de aquella magna reunión en el 2007 defendiendo en Iese el hub aeroportuario, qué se hizo?). Miedo a elaborar, proponer y defender un proyecto colectivo.

Quién teme a Ada ColauEl modelo de ciudad está en peligro, se dice. Pero esta afirmación revela un juicio muy benévolo de los últimos quince años (ya la Barcelona del 2004 fue un enorme fiasco); y también una gran desconfianza en la ciudad actual. No es para menos. Barcelona es, ciertamente, una ciudad exitosa, pero responde a la inercia de aquel formidable empuje olímpico. Hay miedo a reconocer que Barcelona avanza como un enorme pollo sin cabeza. No sabe si quiere ser la meca del turismo, la sede marchosa de los congresistas del mundo, la flecha del arco mediterráneo, la capital del sur de Europa, el caucus de la biotecnología y la medicina o un nódulo en la red mundial. Sin prioridad, gran confusión.

Más arisco, pero no menos miedoso, ha sido el ruido periodístico y político. La aventura en la que han querido liar al digno y triste Trias pretendía emparentar a ERC con el PP para frenar a Colau. Lo que pone de manifiesto que el valor jerárquico no es la libertad de la nación sino la visión neoliberal del mundo. El análisis del president Mas en la entrevista que concedió a nuestro director es estrictamente político: bajan los socialistas, suben los izquierdistas. Ni una sola explicación social de la victoria de Colau, tan sólo miedos y reproches. En este punto los presidentes Mas y Rajoy coinciden. Ninguna explicación al ascenso de las plataformas de izquierda. En el entorno del PP, como en el de CiU (en el que, ciertamente, existe división de opiniones), abundan las superficialidades agresivas. Afirmaciones estridentes para consumo de los predispuestos al sarcasmo resentido como las de Ana Palacio comparando las ilusiones de Podemos con las del sangriento Estado Islámico.

Singularmente expresivo es el sarcasmo autocomplaciente de esta exministra que, gracias a la política, ha desarrollado una bella carrera internacional, aunque su formación sea inferior a la de muchos de los que han votado a Carmena o a Colau: coleccionan carreras, másters e idiomas y no pueden acceder más que a contratos humillantes y precarios. Hijos de las clases medias y profesionales que han sido abandonados a su suerte. Las clases medias, especialmente los profesionales (profesores, médicos, arquitectos, abogados), están en retroceso. Esto explica el voto a Colau en barrios burgueses.

A pesar de tanto ruido miedoso, ninguna alta personalidad social o política se ha planteado la pregunta obligada: ¿por qué ha ganado Colau? Rafael Nadal contestó con una pregunta: “¿Y qué esperaban?”. Francesc Serés lo resumió: “Si la política no va a los barrios, los barrios van a la política”.

Ayer Jordi Amat evocaba “La ciutat del perdó”, el artículo en el que Joan Maragall valoró la Setmana Tràgica. Aunque el panorama barcelonés no tiene hoy nada que ver con el que dio lugar a la Setmana Tràgica (1909), los dos problemas de fondo son los mismos. Existe un grave problema social: mientras las élites apenas han notado la crisis, una mayoría social se ha empobrecido y carece de futuro. Sin embargo, persiste la indiferencia de las élites. Esta indiferencia es lo que, inútilmente, quiso corregir el empático y compasivo Joan Maragall. Esta misma indiferencia cristalizó años atrás en un neoliberalismo de corte agresivo entre las jóvenes generaciones de CiU y del PP (con la connivencia del patriciado cultural del PSC). Una agresividad que quedaba ofuscada o sublimada por el estridente combate de soberanías, pero que ahora reaparece, forzada por la realidad social (CiU y PP usan el mismo lenguaje).

A pesar de la abundante sopa de letras, no existe ni en España ni en Catalunya una corriente socialcristiana que, junto a la átona socialdemocracia, haya intentado mediar entre las élites y las clases empobrecidas a fin de repartir equitativamente los costes de la crisis. Esta corriente, en cambio, cristaliza en la Italia de Renzi y abraza un enorme espacio en el que, no sin contradicciones, se reúnen la compasiva DC, los neomarxistas y el social-liberalismo. Nadie ha recordado estos días que la capital económica de Italia cuenta desde hace años con un sindaco de Refundación Comunista llamado Giuliano Pisapia. Milán sigue siendo uno de los motores de Europa.

Antoni Puigverd

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