¿Quién teme al banco chino de desarrollo?

En tan solo 15 años, China ha pasado de ser uno de los principales prestatarios del Banco Mundial y receptor de asistencia técnica a crear su propio banco de desarrollo. Más concretamente, China ha liderado la creación del Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras (BAII), que tiene la ambición de convertirse en la primera institución multilateral con sede en suelo chino, en concreto en Pekín. Mucho habría que escarbar en la historia para observar un vuelco de poder en el orden internacional tan brusco como el que ha conseguido China en los últimos años. Como si no fuera poco, el BAII —con un capital de 100.000 millones de dólares— es solo uno de los tres grandes proyectos que China está liderando para el desarrollo y la integración del mundo emergente. Los otros dos son un fondo de 40.000 millones de dólares para mejorar las relaciones económicas de los países que integran el área de la Ruta de la Seda y el banco de desarrollo de los BRICS con otros 50.000 millones de dólares como capital inicial y también con sede en China, pero esta vez en Shanghái. Para hacernos una idea de la importancia de estos tres proyectos, de materializarse como han sido anunciados, el poolde inversión disponible seria comparable a la del Banco Mundial.

Aunque empujar tres proyectos de este calibre a la vez tiene sus costes y sus tensiones, China tiene mucho que ganar de ellos. En primer lugar, hay una serie de motivaciones de orden político relacionadas con el interés de China por alcanzar un papel más hegemónico en el mundo, que sin duda son importantes. Así, la creación de bancos de desarrollo regidos por principios de funcionamiento diferentes de los de las instituciones de Bretton Woods supone una manera mucho más directa e inmediata de aumentar el poder de China en el orden internacional tras haber intentado —con escaso éxito hasta la fecha— ganar peso en las instituciones existentes. Además, el hecho de que el BAII se esté concretando más rápidamente —y con más capital— que el banco de los BRICS sugiere que China da más prioridad a Asia que al resto de las relaciones Sur-Sur, quizás como respuesta a un mayor tesón de EE UU por pivotar hacia Asia que, al fin y al cabo, es el ámbito natural de influencia para China.

Aunque las motivaciones políticas son, sin duda, importantes, el archiconocido pragmatismo del Gobierno chino debería hacernos pensar que tiene que haber algo más detrás de proyectos de este calado y, sin duda, lo hay: la economía. En primer lugar, no podemos olvidar que el principal motor de crecimiento de la economía china —la construcción— se ha ido estancando a medida que el proceso de urbanización se va completando, la población envejece y el stock de capital alcanza ya niveles de países desarrollados. Que China consiga cambiar su modelo —a través de un rebalanceo del crecimiento hacia el consumo— o que no pueda evitar una desaceleración brusca, lo cierto es que las empresas directa o indirectamente relacionadas con la inversión en infraestructuras tendrán que reestructurarse o morir. Una manera inteligente de reestructurarse es operar fuera de China. Qué mejor que un gran banco de desarrollo —o varios— para facilitar esta tarea. Es como si China, consciente de no poder continuar acumulando paquetes de estímulo orientados a la inversión en infraestructuras en su propio terreno —ya sea por el rápido endeudamiento o por el exceso de capacidad acumulada— pretendiera exportar este modelo de “desarrollo” de excavadora en mano al resto del mundo emergente. La segunda motivación económica está asociada al uso internacional del renminbi (RMB). Más allá de allanar el camino a las empresas chinas para que puedan competir en los grandes proyectos de infraestructura del mundo emergente, si además China consigue que la financiación o el pago de los mismos esté denominado en RMB, estará empujando la acumulación de activos financieros en RMB fuera de las fronteras chinas y, por tanto, la internacionalización de su moneda.

La gran pregunta, por tanto, no es tanto si a China le conviene crear un banco de desarrollo como el BAII, sino más bien si conviene al resto de países del Sur. Los ejemplos recientes —sea durante la visita oficial de Xi Jingping a Pakistán con el anuncio de otros 40.000 millones en préstamos o durante la cumbre Asia-África que acaba de finalizar en Indonesia— hacen pensar que los potenciales receptores de los fondos de estos nuevos bancos de desarrollo no tienen problema en importar el modelo de desarrollo chino basado en el chute de la construcción. La verdad es que sería difícil pensar lo contrario, puesto que sus necesidades de infraestructuras son aún enormes y China, a través de sus bancos de desarrollo, sin duda ofrecerá condiciones de financiación favorables respecto a las de mercado. Aun así, algunos países —quizás Sri Lanka sea el caso más paradigmático— ya se han quemado las manos por depender en exceso de China para reconstruir un país. Los costes no son financieros sino reales, relacionados con la falta de libertad para elegir los proveedores y establecer estándares de calidad, entre otras cosas. Y es que, por mucho que pese, hasta al caballo regalado hay que mirarle el dentado.

Alicia García Herrero es economista jefe de Mercados Emergentes del BBVA.

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