¿Quién teme al hipertexto feroz?

Cuando sueña que es engullida por el irresistible ascenso de Internet, la Galaxia Gutenberg se echa a temblar. Y su pesadilla se parece al cuento de Caperucita, pues quienes están siendo devoradas no son las empresas editoriales, cuyas sucursales electrónicas hacen de cazadores mercenarios vendidos al lobo feroz, sino las criaturas juveniles, cuya cándida mente se deja seducir por los perversos peligros que les acechan en el bosque digital: pederastia, pornografía, manipulación, etcétera.

En efecto, la educación sentimental de los menores de la e-generación está guiada por el influjo de la lectura digital, y ya no por el espíritu de la lectura impresa como se cree que sucedía con las generaciones previas. Y al decir de los oráculos, ese cambio educativo ejercerá consecuencias decisivas, venturosas para los panglosianos que ensalzan las virtudes mágicas del digitalismo, desastrosas para los agoreros que denuncian sus vicios perversos. Pues aunque unos lo interpreten como un impacto providencial y los otros catastrófico, tecnófilos y tecnófobos coinciden en atribuir una importancia desmedida al cambio de soporte lector, sin que se les haya ocurrido que estemos ante otro caso de vino viejo en odres nuevos.

Los apologistas del digitalismo simbolizan sus virtudes en el hipertexto: un espacio virtual de mayor complejidad que el texto escrito tradicional, pues todas las páginas digitales están conectadas por enlaces en cadena que las remiten a otras páginas derivadas hasta componer un laberinto multinivel análogo al borgiano jardín de los senderos que se bifurcan. Pero además, el hipertexto permite leer y escribir simultáneamente, para conectarse en tiempo real a una conversación plural que se reescribe sobre la marcha por la acción espontánea de múltiples voluntarios. Así se abre el acceso colectivo a un discurso emergente con forma de diálogo polifónico que aúna la doble virtualidad de la oralidad y la escritura y en el que desaparece la separación asimétrica entre autor y lector, permitiendo a todos interactuar de tú a tú en pie de igualdad. Lo cual democratiza la república de las letras, que deja de ser una oligarquía platónica de sabios autores para convertirse en una sociedad abierta de lectores-escritores.

Frente a esto, los detractores del digitalismo atacan el hipertexto con el argumento de que impide aprender a pensar con la misma eficacia que lo hacía la escritura tradicional. Es posible que la lectura digital sea superior a la impresa por su mayor capacidad de información, pero la lectura impresa es muy superior a la digital por su mayor capacidad de formación, pues para aprender a pensar hacen falta textos lineales escritos por autores consagrados. Textos lineales porque sólo se aprende a pensar leyendo relatos de hechos consecutivos cuyo hilo argumental esté lógicamente encadenado por consecuencias de causa a efecto. Algo que el hipertexto no permite hacer, pues sus unidades están interconectadas aleatoriamente careciendo de estructura lógica. Y de autores revestidos de autoridad universal para aprender de ellos a evaluar la realidad, rechazando el relativista todo vale del hipertexto arbitrario cuya única jerarquía es el ranking cuantitativo.

Pero este modelo canónico de lectura lineal y autorizada es una caricatura improbable de la lectura efectiva, pues nadie lee en realidad así.

Recuérdese el libro de Daniel Pennac Como una novela que revela el proceso real de adquisición del hábito lector, incluyendo su decálogo de derechos: a hojear, a releer y a no leer, a saltarse las páginas, a no terminar el libro, a leer cualquier cosa y en cualquier lugar... No se aprende a leer linealmente y de pe a pa sino sólo fragmentariamente y a salto de mata, empezando los libros por la mitad, saltando de uno a otro y leyendo el final antes del principio. Y nadie respeta el santoral del canon autorizado, pues se mezcla a los autores malditos o genéricos con los consagrados. Pero esto es lo mismo que se hace con la lectura digital, navegando a tientas a través del hipertexto de unas páginas virtuales a otras con pasos adelante y atrás. Así que no hay nada nuevo bajo el sol: es la misma vieja lectura sólo que leída en vistosos odres virtuales de flamante factura digital. De ahí que se pueda establecer una fertilización cruzada entre el hipertexto impreso y el digital, colonizando como depredadores oportunistas un hipertexto mixto que se saquea a placer con objeto de saciar la avidez del lector. Y esas lecturas cruzadas se combinan de forma compleja en la memoria del lector digital e impreso hasta que aprende a pensar espontáneamente a partir de su dispersa experiencia lectora.De modo que la nueva lectura digital es la continuación de la vieja lectura impresa leída por otros medios. Así lo demuestra la evidencia de los índices de lectura, pues son los mismos jóvenes escolarizados quienes lideran tanto la lectura impresa como la digital. No es extraño, por tanto, que la vieja industria editorial se esté pasando con armas y bagajes a su presunto enemigo digital, esperando expandirse por su abierto territorio para colonizarlo en provecho propio. Pero ¿por qué cambian los jóvenes de soporte lector, pasando de uno a otro sin solución de continuidad? Hoy los jóvenes buscan en las páginas digitales la realización de unas promesas que antes encontraban en las páginas impresas pero que ahora éstas ya no saben ofrecer. Entre ellas destaca la promesa de innovación y creatividad, muy importante para los jóvenes cuya inexperiencia les lleva a identificarse con la última novedad. También influye la promesa de identidad y reconocimiento, pues en la red se encuentran virtuales fraternidades de pares. Pero la más atrayente es la promesa de misterio, secreto y peligrosidad.

Al decir misterio me refiero al clima enigmático de riesgo, incertidumbre y expectación que atrae como un imán en las novelas de suspense y aventuras. Pero eso se encuentra hoy mejor en la red, un laberíntico archipiélago poblado de islas misteriosas donde la aventura aguarda a la vuelta de cada esquina. Al decir secreto aludo al turbio clima de simulación y clandestinidad que permite ocultarse tras identi-dades anónimas para llevar una doble vida contando con la complicidad fraterna. Es lo que Daniel Pennac llama bovarismo para la literatura: el morboso estigma de pecado y culpa colectiva que se comparte con los demás afiliados a la sociedad secreta de lectores viciosos en la que se ingresa con la adicción a la lectura. Pero ese bovarismo literario está hoy amplificado gracias a la red, transmisora de virulentas epidemias de bovarismo virtual y poblada por multitud de sectas que garantizan la fraterna complicidad de los adictos a su culto secreto.

Y al decir peligro apunto al malsano clima de transgresión y perversidad que aguarda a quienes se introducen en los moralmente dudosos paraísos artificiales prometidos por las páginas digitales. Baudelaire erigió a las flores del mal en emblema de la poética moderna, un legado maldito que después heredaría el surrealismo para hacer del cadáver exquisito y del disparo indiscriminado contra la muchedumbre la máxima expresión estética. Pero lo mismo puede decirse de la poética digital que hace del malditismo transgresor su espina dorsal, creando una morbosa expectación por lo freaky que atrae poderosamente a la juventud. Algo que debería preocupar a los detractores del digitalismo que alertan contra los presuntos efectos perversos del hipertexto feroz, pues cuanto más peligroso y transgresor parezca, mucho más atractivo resultará para los jóvenes. Y es que vino viejo o vino nuevo poco importa, con tal de que la lectura atrape lectores y cumpla la función embriagadora y espirituosa que le es propia.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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