¿Quién teme al mérito feroz?

No parece claro que los historiadores del futuro definan la caída del muro de Berlín como un triunfo del capitalismo. En su último libro, ‘La tiranía del mérito’, el profesor de Harvard Michael Sandel entierra el último argumento que le quedaba a ese viejo sistema liberal: la meritocracia. Antes, la crítica del sistema se basaba en que no había suficiente meritocracia, y que todas las actuaciones deberían encaminarse a evitar que las ventajas iniciales de que gozaban los hijos de familias acomodadas o cultas dificultasen la igualdad de oportunidades.

El libro de Sandel deja atrás todo este debate, pues afirma que la meritocracia no existe, pero que si existiera sería aún peor, por el resentimiento que crearía. Que el mérito sea premiado es «socialmente corrosivo». Que los mejores en cualquier campo obtengan más prestigio o compensación que los peores es socialmente dañino, pues «ser pobre en una meritocracia es desmoralizador». Para Sandel, un siervo de la gleba del siglo XI puede maldecir su destino, pero nunca pensaría que se lo merece, mientras que la idea de que cada cual merezca el lugar que tiene en la vida sería una fuente de sufrimiento insoportable. El sistema de selección de las mejores universidades genera tal frustración en los no admitidos que el autor sugiere el sorteo, en el que la admisión o el rechazo sean casuales, nunca merecidos. Como escribió Gómez Dávila «los triunfos alcanzados despiertan menos envidia que los triunfos merecidos». Es un libro inteligente y políticamente oportuno donde los haya.

Las debilidades humanas suelen constituir un campo fértil para atraer el voto y particularmente el resentimiento permite una explotación como ninguna otra, pues pocos ciudadanos están libres de algún resquemor o frustración en la competencia diaria. De ahí que el igualitarismo haya sustituido a viejas expresiones como la clase obrera, que tan buenas carreras políticas produjeron antaño. Pues una política adecuada puede atenuar la pobreza, pero la igualdad es un imposible metafísico. El igualitarismo, por inalcanzable, es un buen lema electoral y por eso ha dejado atrás a las críticas sociales anteriores a la caída del muro.

Si confundimos desigualdad con injusticia, como hace el igualitarismo, la misma naturaleza humana sería el reino de la sinrazón e iniquidad. Claramente no hay mayor desigualdad que la que separa a un guapo de un feo, a un saludable de un enfermo o a un listo de un tonto. Por eso concitan nuestro odio y rencor (sobre todo los guapos), pues esas diferencias sí que son lacerantes, pero los gobiernos no encuentran forma de penalizarlas para consolar a su público. Ni siquiera pueden freírles a impuestos. No es fácil gravar fiscalmente a los más inteligentes, saludables, guapos, oportunos, seductores, habilidosos, afortunados o simplemente felices, serían necesarios jurados muy complejos. De ahí que los gobiernos no se refieran a otra fuente de desigualdad que el dinero porque es fácil de medir y permite un cierto control y gravamen. Al reducir todo a cifras resulta fácil señalar las diferencias y, entre todas las desigualdades, hacer recaer nuestra mirada sólo en la económica.

El no contemplar otras diferencias que las económicas tiene unas consecuencias socialmente nocivas. De hecho, a lo largo de la historia la sociedad ha buscado siempre formas de distinción que no se redujeran al patrimonio. El honor, la ascendencia, la notoriedad, el prestigio académico, militar, científico o literario, los clubes y grupos sociales, las condecoraciones y premios, toda esa galaxia tenía y tiene por objeto aportar un reconocimiento ajeno a toda consideración patrimonial. Una distinción que conduzca a una estima social de quien realiza bien su labor y una admiración para quien destaque con total independencia del lucro. En ese aspecto, todas las posibles formas de distinción son pocas. Pero desgraciadamente hemos visto decaer la autoridad del mundo universitario, académico, literario o filosófico. Del mundo político, que ha perdido todo prestigio y ya no atrae a los mejores. La decadencia de los lugares o cualidades que otorgan autoridad o reputación amenaza con dejar el dinero como única medida y favorece una cierta desazón en tanta gente con talento y vocación que no se dedican simplemente a ganarlo. Esto se percibe en la falta de estímulo de tantos profesores, ensayistas, investigadores y profesionales vocacionales, que merecen un reconocimiento y estatus independiente del ingreso que perciban.

Hay que añadir que, por primera vez en el discurso político, el acento no se pone en los más pobres, sino en los más ricos. Cada vez se ven menos datos y gráficos de clases medias y todos los días se habla de los magnates del 0,1%. Ciertamente el crecimiento de las clases medias en China e India había de afectar la vida de muchas clases medias occidentales. Pero a la hora de buscar soluciones o de paliar daños, se alude siempre a lo único que no hay forma de evitar: que la globalización y la digitalización permitan que unas pocas personas con talento y acierto levanten patrimonios considerables. Toda esta diaria enumeración de grandes fortunas envenena la convivencia y nada soluciona, aunque ayude a vender libros y atraer votantes.

En fin, parece que, a fin de paliar toda frustración, haya de ser función de los gobiernos que se pierda progresivamente todo estímulo o recompensa, todo lo que hace que los ciudadanos quieran progresar y esforzarse. Estos son, básicamente, el poder, el prestigio y el dinero. El primero es una montaña rusa que expulsa a los mejores, el segundo va perdiendo importancia en la sociedad digital y sólo va quedando el tercero, claramente inadecuado como jerarquizador social. La cuestión está en cómo incitar a la gente a esforzarse y dar lo mejor de sí. Dónde está el premio o el logro del buen trabajo. Del mismo modo que la burocracia y cargas fiscales frenan la iniciativa y asunción de riesgos, la caída de los elementos que otorgan prestigio o relevancia hacen menos atractivo el esfuerzo a profesionales capacitados y con vocación. Y ahora aparece otro sujeto destinado a un gran futuro político: el resentimiento del perdedor, contra el que no se ofrece mejor solución que el evitar que haya ganadores.

Rafael Atienza es miembro de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras.

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