¿Quién tiene razón en materia de inflación?

¿Quién tiene razón en materia de inflación?
Bluebay2014/Getty Images

El fantasma de la inflación está de nuevo entre nosotros. Durante dos décadas, los bancos centrales en todas las economías industrializadas confiaban en que lo habían desterrado definitivamente. Luego llegó la crisis financiera de 2008, que ocasionó un breve retorno de la ansiedad inflacionaria a ambos lados del Atlántico. En Estados Unidos, los republicanos en el Congreso introdujeron la austeridad en 2010 y el Banco Central Europeo comenzó a ajustar su política de tasas de interés en 2011. Pero luego a los responsables de las políticas les empezó a preocupar que la inflación estuviera demasiado baja y que resultara imposible reavivarla.

Ahora, se vuelve a hablar de inflación. ¿Pero con qué seriedad deberíamos tomarla? Después de todo, ya hemos pasado por esto antes, y no sólo en 2010.

El debate actual repite el contexto confuso de políticas de los años 1970, cuando las palomas de la inflación sostenían que los shocks petroleros de la década –los precios se triplicaron en 1973-74 y otra vez en 1979, después de la Revolución Islámica de Irán- no producirían mayores expectativas inflacionarias o una espiral inflacionaria. Algunos economistas prominentes, como el keynesiano británico Roy Harrod, hasta llegaban a decir que las políticas monetarias y fiscales que impulsaban el crecimiento reducirían los precios, porque la producción y la abundancia aumentarían.

En respuesta, los halcones de la inflación advertían en contra de una expansión monetaria cada vez mayor, favorecida por intereses bancarios y financieros. El incremento resultante de los precios generaría un efecto de trinquete en el que grupos organizados –especialmente los sindicatos- conseguirían mejores acuerdos salariales.

Una interpretación histórica común de este período sostiene que el presidente Richard Nixon, y luego el presidente Jimmy Carter, intimidaron a la Reserva Federal de Estados Unidos para que impulsara la inflación. Pero el reciente estudio de amplio alcance del economista de la Fed Edward Nelson sobre el premio Nobel Milton Friedman y el debate monetario de los años 1970 refuta esa interpretación. Nelson muestra que el presidente de la Fed Arthur F. Burns, un hombre de ortodoxia monetaria impecable y una figura paterna para Friedman, estaba decidido a impedir una nueva espiral inflacionaria.

Pero Burns tenía una teoría equivocada de cómo surge la inflación. Confiaba en que los controles de precios y salarios que él defendía controlarían el efecto generado por los salarios que podría producirse luego de un shock excepcional. La Fed así enfrentó la Gran Inflación de los años 1970 con una doctrina errada. Friedman construyó una reputación formidable sobre su predicción de un incremento de precios desbocado.

Algunos países europeos tomaron un sendero diferente. El Bundesbank alemán, que había estado preocupado por la inflación mucho antes de los shocks petroleros, vio una oportunidad en mayo de 1973 de poner fin al tipo de cambio fijo del marco alemán frente al dólar. En aquel momento, los bancos alemanes se erizaron ante la medida, por miedo a que derivara en quiebras bancarias. Pero más tarde, con la inflación, y por ende con las tasas de interés, más bajas que en Estados Unidos, los responsables de las políticas en Alemania pudieron decir que el resultante shock petrolero de 1973 fue, en realidad, un episodio aislado. Debido a su éxito inicial, estaban en posición de adaptarse, y Alemania sólo sufrió moderadamente durante la crisis global de 1975.

En términos generales, una sacudida aislada se puede tolerar sin efectos duraderos, porque todos reconocen que es un episodio excepcional. Pero cuando hay ciclos repetidos de sacudidas y respuestas políticas, surge un patrón. Las opiniones de la gente sobre el futuro empiezan a cambiar en tanto la excepcionalidad se vuelve la norma. En la jerga de los bancos centrales, las expectativas se desanclan.

Se han esgrimido argumentos similares respecto de compromisos militares importantes, que exigen grandes desembolsos fiscales que propician la demanda temporariamente (es decir, mientras dure el conflicto). Después de la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos y el Reino Unido promovieron un rápido retorno a la “normalidad”, embarcándose en un doloroso proceso de desinflación. En Europa central, en cambio, la fragilidad política y social era profunda y duradera, lo que creaba la impresión de que las circunstancias de tiempos de guerra continuaban y que todavía hacían falta respuestas fiscales de tiempos de guerra. Estos países terminaron en el sendero de la inflación, y luego de la hiperinflación.

El mismo razonamiento se puede aplicar a la pandemia del COVID-19. No existe ninguna duda de que se necesitaban con urgencia grandes estabilizadores monetarios y fiscales para mitigar el impacto inmediato del virus y el consiguiente confinamiento económico. Si el estabilizador se retiraba en algún momento definido claramente, no habría ninguna consecuencia de largo plazo para las expectativas de precios.

Pero al igual que el propio coronavirus, el malestar económico podría persistir en tanto las sociedades sigan padeciendo la enfermedad. El impacto no se distribuirá de manera equitativa. Las industrias del turismo y los viajes tendrán recuperaciones seriamente demoradas y, por ende, exigirán un continuo respaldo fiscal. El desafío será distinguir los sectores muy afectados, pero todavía viables, de las actividades económicas que han sufrido una sacudida permanente como resultado de desarrollos tecnológicos o cambios de comportamientos.

Aunque todos los responsables de las políticas reconocen el carácter excepcional del impacto del COVID-19, han comenzado a divergir respecto de cómo responder. La administración del presidente norteamericano, Joe Biden, está convencida de que el paquete de recuperación propuesto de 1,9 billones de dólares (que se suma a los 3,1 billones de dólares de gastos en 2020) no plantea ningún problema de largo plazo.

El presidente de la Fed, Jerome Powell, reconoce que una demanda contenida podría generar un respingo de corto plazo de la inflación, pero cree que sería temporario, dada la experiencia de los últimos 20 años. De la misma manera, el BCE sostiene que no debería interpretarse exageradamente un alza brusca de los precios como un retorno de la inflación. Como señaló confiadamente la presidenta del BCE, Christine Lagarde, “va a pasar un tiempo antes de que nos preocupemos por la inflación”.

Por el contrario, algunos estados miembro de la UE –especialmente en el “norte frugal”- están empezando a preocuparse por un nuevo y peligroso consenso inflacionario a nivel mundial. Y algunos norteamericanos, entre ellos el ex secretario del Tesoro Lawrence H. Summers, que anteriormente defendió el estímulo fiscal, han comenzado a pronunciar temores similares.

Con el resurgimiento de las mismas divergencias que acompañaron las crisis anteriores, necesitamos una prueba simple para transitar la nueva y vieja disputa por la inflación. La pregunta clave es si podemos confiar en que el estado de excepción terminará. Si podemos identificar claramente ese momento, no tenemos por qué preocuparse por la inflación.

Pero si una expectativa engendra más expectativas, no habrá una salida clara. Más bien, las expectativas cambiarán, y la inflación cada vez más incidirá en nuestra visión del futuro. Eso creará incertidumbre política y agudizará la polarización entre los países gobernados por halcones temerosos y aquellos gobernados por palomas confiadas.

Harold James is Professor of History and International Affairs at Princeton University and a senior fellow at the Center for International Governance Innovation. A specialist on German economic history and on globalization, he is a co-author of The Euro and The Battle of Ideas, and the author of The Creation and Destruction of Value: The Globalization Cycle, Krupp: A History of the Legendary German Firm, and Making the European Monetary Union.
Markus Brunnermeier is Professor of Economics and Director of the Bendheim Center for Finance at Princeton University.
Jean-Pierre Landau is Associate Professor of Economics at Sciences Po.

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