¿Quién vigila a “los guardianes” de la democracia en Brasil?

Protesta contra Bolsonaro, el martes 7 de septiembre, en São Paulo.CARLA CARNIEL / Reuters
Protesta contra Bolsonaro, el martes 7 de septiembre, en São Paulo.CARLA CARNIEL / Reuters

El 7 de septiembre es la fecha cívica más importante en Brasil. Este día, hace 199 años, Pedro I declaró la independencia. A diferencia de los países vecinos, que conquistaron su independencia de la metrópoli a través de un conflicto armado, Brasil realizó un proceso negociado en el que el 7 de septiembre fue simbólico por el grito de “independencia o muerte”, al que siguió un proceso de negociación mediado por Inglaterra, entonces potencia hegemónica, y que costó mucho dinero y saliva, pero que representó poco para el conjunto de la población.

La fecha más importante de nuestro calendario fue elegida por el presidente Jair Bolsonaro para una gran manifestación en una nueva apuesta por el caos. A partir de la convocatoria del presidente, hemos visto en las últimas semanas brotar mensajes antidemocráticos, abiertamente autoritarios y de apoyo al Gobierno. En este contexto, el debate público ha estado dominado por la discusión sobre la posibilidad o no de que las manifestaciones progubernamentales se conviertan en una trama golpista de ruptura institucional.

La conocida vinculación de los agentes armados del Estado con el bolsonarismo es combustible para el creciente clima de tensión. Además, las informaciones sobre el aumento del número de armas en manos de civiles, las declaraciones de oficiales de la policía militar, aunque estén retirados, y, sobre todo, los discursos de los ministros militares del Gobierno que insisten en un poder moderador de las Fuerzas Armadas, dan el tono del desastre. Incluso hay quienes ven en la llamada de Bolsonaro a participar en las manifestaciones un intento de señalar a los cuarteles el atractivo popular de su proyecto autoritario —allí, lo sabemos, aún resuenan los ecos de la dictadura inaugurada en 1964—. En este contexto, la pregunta “¿quién vigilará a los guardianes?” parece retórica.

En la víspera de la manifestación, los medios de comunicación y las redes sociales difundieron imágenes de las bases de Bolsonaro entrando en Brasilia, rompiendo los controles de carretera y tomando la Explanada con sus vehículos. Sin oposición de la policía, hay que decir. Si tenemos que hacer una valoración de los acontecimientos de este 7 de septiembre, lo cierto es que el daño ya está hecho. Desde el caos y a través del caos, estamos asistiendo a la corrosión del tejido social.

La violencia que nos es fundacional y frecuente no es prerrogativa del 7 de septiembre bolsonarista. Tampoco surgió con el Gobierno elegido en 2018. No se trata de negar las particularidades del momento que vivimos. Bolsonaro y los grupos que lo apoyan movilizan la violencia como herramienta y, al final, tienen la muerte y la miseria como proyecto. La perversión, aquí, es muy particular. Una “anormalidad” que se sitúa en los extremos de los mecanismos de gestión por la violencia de la crisis autogenerada por el capitalismo en su fase neoliberal y financiera.

En realidad, se trata de entender que las raíces y el proceso que nos trajeron hasta aquí son anteriores y no se disiparán con el fin del Gobierno. Mientras no aceptemos este hecho, vendrán otros Bolsonaro. Y entonces la pregunta no es cuándo llegará el golpe, sino cuándo llegará la democracia. ¿Ha llegado alguna vez? Se trata sobre todo de comprender que el golpe que estamos viviendo no es un momento, como un relámpago en un cielo azul; sino una tormenta persistente y duradera: con cierto esfuerzo, podemos intentar identificar su comienzo de forma más o menos consensuada, pero durante su transcurso difícilmente podremos predecir su final. Es un proceso de aproximaciones sucesivas, dirían algunos.

Si hay pocas dudas sobre la indulgencia de la policía militar respecto a las hordas bolsonaristas, el silencio de los generales, normalmente verborreico, indica cálculo. La factura de la crisis sanitaria y económica, sumada al permanente desgobierno, ya llegó a los cuarteles: acostumbrada a los primeros lugares en la confianza de los brasileños, hoy la institución sufre índices inéditamente bajos. Además, las acusaciones de implicación de militares, con funciones en el Gobierno, en las negociaciones de vacunas sospechosas de corrupción, pone una diana en sus uniformes, cada vez más perceptible para la opinión pública.

Otro aspecto a considerar es la vejación que supuso el intento de demostración de fuerza promovido por el Partido Militar en apoyo a Bolsonaro que tuvo lugar el pasado 10 de agosto. Dos elementos eran evidentes. En primer lugar, si consideramos dicho equipamiento como representativo de las capacidades defensivas, está clarísimo que las Fuerzas Armadas no tienen las herramientas para defender a Brasil. Por lo tanto, La pregunta sigue siendo: si no son para la defensa nacional, ¿para qué sirven las Fuerzas Armadas? En segundo lugar, se confirmó, una vez más, que el bloque hegemónico de las Fuerzas Armadas está alineado con el presidente.

Nuestro Ejército es una fuerza colonial, disfrazada de fuerza nacional el 7 de septiembre de 1822, cuyo papel fundamental era imponer el orden desde la casa grande hasta la senzala. En este proceso, las Fuerzas Armadas lograron convencer a la población de que eran esenciales para el desarrollo nacional. Si la máscara cae, ¿cómo reaccionarán? Teniendo en cuenta la situación actual, de sucesivos y constantes avances hacia la imposición de la dictadura, es difícil imaginar a los militares enfrentándose a los policías.

En estos casi doscientos años que nos separan del grito de Ipiranga, sabemos más que nunca que la independencia no llegó a todos. Desde hace 27 años el Grito de los Excluidos (la tradicional manifestación popular en la lucha por los derechos que marca el 7 de septiembre) denuncia la marginación del pueblo brasileño en un proceso que, como tantos otros antes y tantos otros después, lo ha alienado por premisa y desde el principio. Marcar las manifestaciones autoritarias y reaccionarias es un intento más de capturar a la ciudadanía y amordazar al pueblo brasileño.

Por todo ello, este 7 de septiembre, más que nunca, resultaba imprescindible escuchar las voces de los excluidos. Debemos abrir nuestras voces hasta el tope para decir que la democracia no puede ni debe confundirse con meros ritos electorales. Esta es la mejor respuesta a los remanentes autoritarios presentes en nuestra sociedad y a las dinámicas de violencia estructural que prevalecen en nuestro país, de las cuales el militarismo, el racismo y el machismo son expresiones precisas. La esperanza debe superar el miedo.

Suzeley Kalil Mathias es profesora de la Universidade Estadual Paulista. Jorge Matheus Oliveira Rodrigues es investigador del Grupo de Estudos de Defesa e Segurança Internacional (GEDES) de la Universidade Estadual Paulista. Son analistas de Agenda Pública.

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