Quienes atacan a Emma González son los verdaderos comunistas

Emma González durante su discurso en la Marcha por nuestras vidas en Washington, el 24 de marzo de 2018 Credit Jim Lo Scalzo/EPA, vía Shutterstock
Emma González durante su discurso en la Marcha por nuestras vidas en Washington, el 24 de marzo de 2018 Credit Jim Lo Scalzo/EPA, vía Shutterstock

Emma González, la chica de nombre flaubertiano y apellido latino, fue recientemente vinculada al comunismo justo por las mismas razones que en un país comunista la vincularían al capitalismo. Si lo sabrán quienes alguna vez se educaron en la uniformidad estética de las escuelas que todavía hoy incluyen en sus programas de estudios —aun cuando la historia haya sido lo suficientemente clara al respecto— asignaturas avasallantes como el marxismo leninismo inspirado en los viejos manuales soviéticos.

La líder de las crecientes protestas juveniles que exigen un mayor control sobre la venta de armas en Estados Unidos, luego del tiroteo de Parkland, subió al estrado en Washington D. C. el pasado 24 de marzo con una chaqueta verde olivo y se le ocurrió coser en uno de los hombros, entre muchos otros parches, la bandera cubana, el país de sus padres exiliados.

Ese día Emma hilvanó un poderoso discurso que en su dramaturgia supo incluir el silencio. Hubo un momento en que los cientos de miles de participantes en la protesta solo escuchaban el ritmo encabritado de su respiración.

Así también debió respirar esta chica milenial cuando encontró refugio en un armario de su escuela secundaria, intentando salvar la vida, mientras afuera Nikolas Cruz cosía a balazos con un rifle semiautomático a más de treinta personas, entre muertos y heridos. Tanto en el armario como en su intervención pública, se trató de una respiración eterna embutida en el lapso idéntico de los seis minutos y veinte segundos que duró la masacre.

Un día después del discurso en Washington, Steve King, congresista republicano por Iowa, publicó en Facebook una foto de Emma y un sermón didáctico en el que, si resumimos, se preguntaba cómo podía ella luchar por el control de armas y llevar encima una bandera comunista.

Este criterio tuvo amplia resonancia entre varios sectores conservadores de la opinión pública estadounidense, incluida el ala republicana del exilio cubanoamericano, nunca satisfecha en su cruzada contra todo lo que le huela a comunismo; un olfato ideológico tan aguzado que es capaz de detectar trazas de abono marxista en los zapatos de Barack Obama o confundir a Hillary Clinton con Rosa Luxemburg.

Bien es sabido que hay un momento en el que uno deja de olerse a uno mismo. Y ese es el punto de ironía. Los argumentos similares a los del congresista King parecen venir de un manual de prácticas políticas empleadas en regímenes comunistas: imaginar una conspiración secreta detrás del movimiento Marcha por Nuestras Vidas que busca destruir las bases de la sociedad estadounidense, diluir con cortinas de humo el tema principal en disputa, satanizar el disenso.

Reducir a alguien a un tipo de ideología por la ropa que usa, y condenarlo socialmente por ello es algo que ya Fidel Castro hacía con éxito en el lejano 1963, cuando calificaba de contrarrevolucionarios a “muchos de esos pepillos vagos, hijos de burgueses, [que] andan por ahí con unos pantaloncitos demasiado estrechos; algunos de ellos con una guitarrita en actitudes elvispreslianas, y que han llevado su libertinaje a extremos de querer ir a algunos sitios de concurrencia pública a organizar sus shows feminoides por la libre”.

Bisexual e irreverente, Emma González habría padecido con seguridad los ataques del líder supremo de Cuba, y cualquier comandante miliciano de los sesenta, y de la década de los 2000 también, pudo haber hecho suyas las palabras de Leslie Gibson, excandidato republicano en las elecciones estatales de Maine, cuando hace unas semanas dijo que la “lesbiana cabeza rapada no me impresiona nada”.

Durante décadas, los atuendos juveniles de las distintas generaciones de estudiantes cubanos fueron una y otra vez reducidos a cero en manos de la ortopédica casa de modas del materialismo dialéctico.

En las escuelas preuniversitarias, en mi época de alumno, las mujeres no podían llevar peinados estrafalarios y sus sayas tenían que llegarles casi hasta las rodillas. En días de inspección los profesores podían ponerse a medir con una regla, en las piernas de las alumnas, cuántos centímetros de indisciplina habían cometido ahora esas adolescentes descarriadas que no querían vestirse como novicias de la religión oficial.

El pelo de los varones no podía tener más de dos dedos de altura. La camisa iba por dentro, no podíamos usar pendientes y los pantalones no debían ser ni demasiado anchos ni muy estrechos. Quienes ya empezaban a presumir de una barba incipiente debían afeitarse de inmediato.

Sin embargo, no recuerdo que en ese entonces alguien quisiera llevar barba, un atributo que se había puesto canoso, ralo, en la cara de unos viejos mandamases y ridículos. El desembarco de la cultura hípster vino a resignificar el uso de la barba en Cuba y a arrancársela del rostro a los antiguos guerrilleros, hoy militares trasnochados, que aún quedan vivos y cuya barba es desde hace muchos siglos una antigualla postiza.

El castrismo ya ha perdido hasta los símbolos que alguna vez fueron genuinamente suyos. Utilizar los atributos, los héroes nacionales y el pasado histórico como instrumentos exclusivos del poder político, reducirlos a la ecuación que plantea que nación y socialismo son una misma cosa, fue siempre la tarea fundamental de la propaganda estatal en Cuba.

Cuando el congresista Steve King dice, por tanto, que la bandera cubana es comunista está aceptando y legitimando la lógica impuesta por esa propaganda, actuando en sus predios. La descalificación ad hominem que busca destruir al mensajero y asociarlo con un maquiavélico enemigo exterior —justo lo que hace el Partido Republicano con Emma González para desviar el foco del debate sobre una reforma legal urgente que frene la venta indiscriminada de armas en Estados Unidos— es algo que padecieron siempre los disidentes anticomunistas más connotados en sus respectivos países. Solzhenitsyn o Sájarov en la Unión Soviética; Oswaldo Payá en Cuba.

En La Habana conocen el secreto para la permanencia indefinida en el poder: crear un enemigo que piense como tú.

Carlos Manuel Álvarez es periodista y escritor. Recientemente publicó La tribu, un conjunto de crónicas sobre la Cuba después de Fidel Castro.

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