¿Quiénes son los rebeldes?

Tres de los mayores ejércitos del mundo se han puesto de acuerdo para apoyar a un grupo de personas de las ciudades y los pueblos costeros de Libia a los que se da la vaga denominación de "los rebeldes". En febrero, Muamar el Gadafi, que reúne un sentido fantasmagórico de la realidad con una ilimitada capacidad de terror, apareció en televisión para decir que los rebeldes no eran más que extremistas de Al Qaeda, confundidos por culpa de unos alucinógenos que les habían introducido en la leche y el Nescafé. Obama, que se debate entre las obligaciones de salvar a los libios inocentes de una matanza y no caer en otra guerra prolongada, describió a esos mismos rebeldes de forma muy distinta: "Unas personas que buscan un modo de vida mejor".

Durante las semanas que llevo informando desde Bengasi y un frente caótico y cambiante, he pasado mucho tiempo con estos voluntarios. El núcleo duro de los combatientes han sido los shabab, los jóvenes cuyas protestas desencadenaron la revuelta a mediados de febrero. Son desde chicos callejeros hasta universitarios (muchos, estudiantes de informática, ingeniería o medicina), y a ellos se han unido jóvenes modernos en paro y mecánicos, comerciantes y tenderos de mediana edad. Hay un contingente de empleados de empresas extranjeras: ingenieros petrolíferos y navales, supervisores de obras, traductores. También antiguos soldados, con las culatas de sus armas pintadas de rojo, verde y negro, los colores que tenía la bandera libia antes de Gadafi y que ahora, de repente, vuelven a estar en todas partes.

Y también hay unos cuantos hombres religiosos, barbudos, más disciplinados que los demás, que parecen empeñados en luchar en punta, en los puestos más peligrosos. Sin embargo, no parece probable que estén aquí representando a Al Qaeda. Un día vi cómo celebraban el rezo en el frente de Ras Lanuf, pero los guerreros, en su mayoría no asistieron. Un luchador de aspecto fanático en Brega reconoció que era un yihadista, veterano de la guerra de Irak, pero dijo que agradecía la intervención de Estados Unidos en Libia, porque Gadafi era un kafir, un infiel.

En las afueras de Ajdabiya, un hombre llamado Ibrahim, uno de los numerosos emigrados que han vuelto, me dijo: "Los libios siempre han sido musulmanes, buenos musulmanes". Aquí la gente se considera decente y religiosa, un poco anticuada y pueblerina, pero no son islamistas radicales. Ibrahim tiene 57 años. Vive en Chicago, y traspasó su taller de mecánica y lavado de coches a un amigo para poder venir a luchar. Tenía su vida hecha en EE UU, dijo, pero su deber, como libio, era ayudar a acabar con Gadafi, "el monstruo".

En el último mes, hombres como Ibrahim se han lanzado al combate como si fuera una prolongación de las manifestaciones callejeras, espoleados por un espíritu audaz y rebelde pero apenas capaces de manejar un arma. Para muchos, las luchas consisten sobre todo en una representación -bailes, cánticos, disparos al aire- y en correr dando vueltas en vehículos de combate improvisados. El ritual se prolonga hasta que los proyectiles de Gadafi los dispersan. En los primeros días del contraataque del dictador, los jóvenes rebeldes sintieron asombro e indignación al ver que el enemigo disparaba artillería real contra ellos. Cientos de ellos han muerto.

La realidad del combate ha asustado a los rebeldes, pero también ha reforzado la determinación de quienes han perdido amigos o hermanos. Cerca de Ajdabiya conocí a Muhammad Saleh, un joven mecánico armado sólo con una bayoneta. Había visto morir a su hermano pequeño una o dos horas antes. Y pocos días después, me dijo que pensaba comprar armas en el mercado negro y, con un grupo de 10 amigos, volver al campo de batalla. Con entrenamiento y una dirección profesional (seguramente, procedente del extranjero), puede que los rebeldes acaben convirtiéndose en algo parecido a un ejército como es debido. Ahora bien, de momento, no disponen tal vez más que de 1.000 combatientes preparados, y tienen una terrible inferioridad en cuestión de armas. La semana pasada, un antiguo oficial del ejército me dijo: "No existe ejército. Sólo estamos nosotros: unos cuantos voluntarios como yo y los shabab".

Siguen pendientes preguntas importantes sobre los jefes de la rebelión: quiénes son, qué ideas políticas tienen y qué harían si cae Gadafi. En el palacio de justicia situado en el machacado paseo marítimo de Bengasi, que es la sede de facto de la revolución libia, un grupo de abogados, médicos y otros profesionales se han designado mutuamente para componer un batiburrillo de "consejos de dirección". Hay un consejo municipal de Bengasi y un Consejo Nacional de Transición, encabezado por un exministro de Justicia gris pero aparentemente honrado, Mustafá Abdel Jalil, que pasa su tiempo en Bayda, a 200 kilómetros de distancia. Otras ciudades tienen sus propios consejos. Sus miembros son intelectuales, antiguos disidentes y empresarios, muchos pertenecientes a viejas familias que eran importantes antes de que Gadafi llegase al poder. Lo que falta en todo esto es organización. La semana pasada se anunció en Bengasi otro gobierno en la sombra, el Consejo de Gestión de Crisis; no quedó nada claro de qué forma su líder, un antiguo estratega del gobierno llamado Mahmud Jibril, iba a coordinarse con Jalil, o si se trataba de que lo sustituyera.

Para contribuir a la confusión, hay dos jefes militares rivales. Uno es el general Abdel Fateh Yunis, que fue ministro del Interior de Gadafi y responsable de las fuerzas especiales hasta que "desertó" al bando rebelde. Yunis ha estado ausente de las apariciones públicas, y suscita desconfianza entre los shabab y muchos miembros del consejo. El otro jefe, el coronel Khalifa Heftir, es un héroe de la guerra con Chad en los años ochenta que posteriormente se volvió contra Gadafi y, hasta hace poco, vivía exiliado en EE UU. A diferencia de Yunis, en Bengasi todos le admiran, pero también él ha permanecido oculto, en un campamento secreto en el que está entrenando tropas de élite para el combate.

Mustafá Gheriani, empresario y portavoz de los rebeldes, tras reconocer los inconvenientes de esa mezcla de consejos revolucionarios, me instó a que no creyera las acusaciones de extremismo que lanza Gadafi. "Todos miran a Occidente, no a un sistema socialista ni extremista, eso es lo que teníamos antes", dijo. "Ahora bien, si se desilusionan con Occidente, pueden convertirse en presa fácil para los extremistas", añadió.

Antes de que las tropas de Gadafi llegaran a Bengasi, había mucha bravata revolucionaria; todos los libios odiaban a Gadafi, decían los rebeldes, y, si sus fuerzas intentaban tomar la ciudad, resistirían y lucharían. Sin embargo, cuando las primeras columnas de soldados llegaron a los límites de la ciudad, muchos miles de habitantes -incluidos algunos miembros del consejo municipal- huyeron hacia el este. De quienes se quedaron para luchar, murieron más de 30, y la situación se salvó sólo gracias a la llegada de los aviones franceses. Desde entonces, la retórica sobre la unidad ha cambido y ahora incluye comentarios desconfiados sobre las personas fieles a Gadafi.

Gheriani intentó asegurarme que el nuevo Estado que planean los rebeldes no van a dirigirlo muchedumbres confusas ni extremistas religiosos sino "intelectuales educados en Occidente" como él. No sé si era una más de las falsas ilusiones que tanto han abundado aquí en las últimas semanas. Después de 42 años de Muamar el Gadafi -con su crueldad, su convicción megalómana de que mandaba en África y el mundo árabe, sus peroratas de difícil interpretación-, los libios no saben qué es su país, ni mucho menos qué va a ser.

Pero hay algunas cosas claras. En Bengasi, un influyente empresario llamado Sami Bubtaina me expresó un sentimiento común: "Queremos democracia. Queremos buenas escuelas, queremos medios de comunicación libres, el fin de la corrupción, un sector privado que pueda ayudar a construir esta nación y un parlamento, para poder quitarnos de encima a quien queramos y cuando queramos". Son propósitos dignos de encomio. Pero creer que van a ser fáciles de lograr es negar el precio de decenios de locura, terror y la erradicación deliberada de la sociedad civil.

Por Jon Lee Anderson, periodista. © Condé Nast. Publicado originalmente en The New Yorker. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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