Quiero a Cataluña

No represento a nadie. Nací en León, resido en Madrid y durante algunos años viví en Bruselas. Tengo amigos de una variada gama de geografías y en todos encontré algo que me hace considerarlos entre mis seres queridos. Sucede que me encuentro, como millones de personas, en medio de un debate sobre las esencias, las nacionalidades, las fronteras y hasta la geografía de qué es o debe ser España. Voces hay más autorizadas que comentan aspectos jurídicos, legales o económicos. Por eso yo solo quiero hablar de emociones, ya que la ciencia ha demostrado que somos sobre todo emoción, intuición y subjetividad.

Somos egoístas, y nuestros genes nos empujan a luchar por la supervivencia de forma instintiva, pero, al tiempo, tendemos de manera inherente a la empatía, a preocuparnos por los demás, incluso cuando no tenga nada que ver con nosotros, y así somos también altruistas y solidarios. El 20 por ciento de nuestro cerebro lo ocupan las neuronas espejo, que nos hacen sentir lo que viven otros como propio. Por eso movemos la cabeza en el salón de casa para intentar un gol en Brasil o lloramos viendo una película sabiendo que es solo eso, ficción. Estamos biológicamente concebidos para entender a los demás.

No represento a nadie, pero las emociones son contagiosas. Todas. Los bebés en fases muy tempranas son capaces de expresarse y entenderse a través de ellas y nunca perdemos esa capacidad. La experiencia nos enseña que estar con una persona alegre nos alegra y, en sentido inverso, estar junto a una triste nos produce tristeza. Somos 7.000 millones los habitantes del planeta, pero la ciencia nos habla de solo siete tipos de sonrisa, y las catalogamos a golpe de vista, porque entendemos las emociones de los demás, sin necesidad de palabras.

La comunicación es siempre emocional. Siempre. Somos seres racionalmente irracionales, en los que la intuición, los prejuicios, la subjetividad operan de manera continua, al margen de que seamos conscientes de ello o no. La parte racional de nuestro cerebro (el neocórtex) aporta capacidades sin parangón, pero no anula los mecanismos y resortes cerebrales anteriores.

La mecánica del pensamiento no es «analizo los datos y extraigo una conclusión » , sino creo algo y luego encuentro los argumentos. Para explicarlo, lo mejor un ejemplo. Está probado que las personas que más confían en los informes sobre los daños del tabaco son las que no fuman, porque quienes lo hacen siempre encuentran un argumento para negar su validez. Y esto vale para cualquier tema, también los referidos a Comunidades Autónomas, donde todos encuentran «datos objetivos» que sostienen su pensamiento, pero nunca nadie encuentra «datos objetivos» que soporten una opinión contraria.

No represento a nadie y menos a una idea. Pero sí tengo una emoción que quiero compartir al hilo del debate sobre las relaciones entre un todo y una parte muy importante de ese todo: quiero a Cataluña. No porque haya decidido que sea así después de un proceso racional, sino porque forma parte de mis fronteras emocionales de las que no puedo excluirla, como tampoco podría hacerlo con las Rías Baixas, el Teide o Chiclana (esta relación es simbólica e inclusiva, no excluyente).

A mi pensar y sentir, cuanto sucede en Cataluña, ocurre en España porque no encuentra frontera alguna. Me explico. Un caso de corrupción en un ayuntamiento allí me asquea más que un caso similar en un municipio francés, pero lo mismo que idéntico supuesto en Badajoz. Si una universidad catalana, pública o privada, consigue un avance científico siento mayor alegría que si ocurre en Milán o Londres, pero la misma que si pasa en una facultad ovetense.

Que un deportista nacido en Cataluña se sube a lo más alto del cajón me emociona lo mismo que si fuera de Getafe, y mucho más que si fuera de Oslo. Es así, porque mi frontera emocional y creo que la de la mayoría de los españoles (otro sesgo del cerebro es que tendemos a trasladar al conjunto nuestras propias percepciones) incluye de manera inextricable las cuatro provincias catalanas. Y este afecto tiene un punto irracional, como todos, pero muy sencillo de explicar. Si sucede –esperemos que no– un incendio en un monte de los Pirineos, las hectáreas que ardan y las llamas que ardan en su vertiente sur me dolerán mucho más que las que corran la misma (desgraciada) suerte en el lado francés. Es la diferencia entre lo que pasa en tu país y lo que sucede en el extranjero. No represento a nadie, pero ahora que es tiempo de buscar caminos prácticos para reconducir las emociones desatadas, no me gustaría quedarme callado mientras corro el riesgo de que quieran amputar las mías. Porque no represento a nadie, pero sé que no soy el único que quiere a Cataluña.

Carlos Chaguaceda, periodista.

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