Quiero decidir

Ya que estamos en plena orgía del derecho a decidir, yo también quiero decidir. Me apunto a la orgía. No quiero quedarme atrás, no quiero ser menos que los demás. ¿A decidir nos llama la Historia! Pero como la edad me ha ido haciendo, si no juicioso, al menos algo precavido, me parece conveniente analizar la realidad concreta para saber qué puede significar eso del derecho a decidir.

En mi casa, quiero decidir. Faltaría más: si no lo puedo hacer en mi casa, ¿dónde? Pero mi mujer también quiere decidir. Y no siempre coincidimos. Y hay que llegar a acuerdos y compromisos. Nunca se termina haciendo del todo lo que yo quisiera, ni mucho menos. Y veo que mi derecho a decidir, incluso en el ámbito de mi casa, se encuentra limitado.

Pero además están los hijos. Y cada uno de ellos también quiere decidir. Y no se ponen de acuerdo entre ellos. Menos, con nosotros, sus padres. Y si ya el compromiso entre lo que yo quiero y lo que quiere mi mujer alejaba el derecho a decidir de lo que parece querer decir, ¿cuánto más cuando entran en juego los hijos!

Pero es que además en la casa en que vivo hay más vecinos. Y cada familia de la vecindad piensa que tiene derecho a decidir. Y lo que quisiera decidir puede ser bastante distinto de lo que quieren el resto de familias de la vecindad, de lo que quiere cada una de ellas. Quien haya asistido a alguna reunión de comunidad de vecinos sabe perfectamente lo que esto significa: los acuerdos de la asamblea de vecinos suelen tener poco que ver con la idea inicial de cada uno de los participantes y contextualizan, limitando y rebajando, lo que el derecho a decidir puede significar.

Y si pasamos de la comunidad de vecinos al barrio, del barrio al municipio, del municipio a la provincia o territorio, y del territorio a ámbitos superiores, el derecho a decidir queda subsumido en el derecho a la representación. La norma fiscal del territorio en el que habito no es la norma que redactaría, no es la norma que responde a mi derecho a decidir si, y en cuánto, quiero contribuir a los gastos comunes.

En un reciente programa de ETB 1, de esos que proceden a sus propias encuestas telefónicas sobre el tema debatido, hubo algún joven que dijo, refiriéndose al derecho a decidir, que él, con 28 años, creo, nunca había podido decidir y que ya era hora. Habrá sido abstencionista activo, pienso, pues de otra forma alguna oportunidad ya ha tenido para ir a votar. Pero probablemente entiende otra cosa distinta por derecho a decidir: no votar por el partido y las personas que van a decidir nuestro destino durante unos cuantos años, sino decidir que tiene derecho a decidir; decidir que quiere ser sólo vasco; decidir que quiere pertenecer exclusivamente al pueblo vasco y que, queriendo esto último, quiere decidir que éste puede decidir su futuro sin que ningún español se le inmiscuya en la decisión.

Escuchando esta opinión, que he ampliado con mis comentarios, se me ocurrió que alguien podría preguntar a ese comunicante si él había decidido nacer; si, a diferencia de todos los demás, él se había parido a sí mismo. Y siguiendo con ese pensamiento, se me ocurría cómo de un comienzo casual -cada uno de nosotros es producto de una casualidad y no de una necesidad histórica- puede derivarse un derecho a decidir incondicionado, como el diálogo que proclama Ibarretxe: sin condiciones ni límites. Y seguía con el pensamiento preguntándome si algún pueblo -las sociedades existentes- será algo distinto de la casualidad histórica, si todavía seguimos con la idea de que Dios nos puso aquí, donde estamos ahora, desde toda la eternidad, mientras que todos los del entorno sí son producto de la Historia, de lo que algunos llaman la mezcla de sangre y semen.

Imaginémonos que el pueblo vasco, eterno e incondicionado, y por eso virgen en su situación actual, ejerce el derecho a decidir y que para no perderlo decide seguir sólo su trayectoria en la Historia para que dentro de siete mil años otro Ibarretxe pueda recordarlos y referirse a ellos: ¿asumirá lo que decida Europa? Sólo en la medida en que desde su libre albedrío el pueblo vasco haya decidido incorporarse a Europa, se me contestará. Pero entonces habrá perdido parte de su derecho de decidir. Su derecho a decidir lo podrá ejercer sólo para enajenarlo.

O para intentar la autarquía completa. Y para decidir que no le importa lo que decida el Banco Central Europeo ni la Reserva Federal Americana. Para decidir que le da igual quién es presidente de Estados Unidos. Que su derecho a decidir anula las subidas del petróleo, las consecuencias de una posible recesión en EE UU, el ascenso económico de China y las consecuencias del cambio climático; en realidad, ya somos los adelantados en la defensa de lo que es necesario hacer para impedir ese cambio climático aunque no hayamos cumplido, ni de lejos, lo exigido por el protocolo de Kioto.

El derecho a decidir es del pueblo vasco. ¿Quién es el pueblo vasco? Aquel que tiene derecho a decidir, en soledad, sin interferencias de fuera, su propio futuro. ¿Y qué pasa con todos aquellos que, no sé si en el pueblo vasco, pero sí en la sociedad vasca, en ese conjunto de individuos que pagan sus impuestos en los correspondientes territorios históricos, también quieren decidir, pero en algunas cosas, las referidas a la estatalidad por ejemplo, lo quieren hacer junto a los extremeños, los murcianos, los aragoneses y demás ciudadanos de España? ¿No tienen derecho a decidir, o dejan de ser miembros de pleno derecho del pueblo vasco?

Los defensores del derecho a decidir dirán que los citados son minoría, y que no pueden impedir lo que quiere la mayoría de vascos que quiere ejercer el derecho a decidir. Luego el pueblo vasco lo forman los que están en posesión del derecho a decidir correcto, los que lo predican del pueblo vasco en exclusiva, excluyendo a los que se creen en posesión del derecho a decidir con gente que no es vasca.

Volvemos a estar en lo de siempre. Ahora se le llama derecho a decidir, algo muy democrático, lo más democrático, al parecer, si no se entra en analizar los detalles de quién decide el porcentaje del IVA , quién decide el precio del petróleo, quién regula el mercado eléctrico, quién el espacio universitario y muchas otras cosas. Pero es lo de siempre: este país, Euskadi, la sociedad vasca y su futuro son de los nacionalistas, de los que se identifican exclusivamente con la nación vasca. Ellos son los que tienen derecho a definir el futuro de toda la sociedad vasca. Y los demás, los que se atreven a querer decidir el futuro de Euskadi también con los españoles, porque no se sienten exclusivamente y sólo pertenecientes a la nación vasca, porque tienen la incomprensible y vergonzante pretensión de ser mestizos, plurales y complejos, a dar su voto en el referéndum para que quede clara su condición de minoría y su exclusión a la hora de definir el futuro institucional de Euskadi.

Los buenos nacionalistas dicen que, una vez que se les reconozca a ellos, que son el pueblo vasco, el derecho a decidir serán comprensivos y generosos con la minoría. Incluso les dejarán hablar en español -¿estudiar en la escuela no, pero eso es secundario!-. Hasta están dispuestos a algún tipo de asociación voluntaria, de esas de entrar y salir cuando se quiere, con España para que no se sientan del todo amputados de sus ámbitos de pertenencia sentimental, que no se limitan a Euskadi. La condición para todo ello es que admitan su condición de minoría en lo sustancial, que es admitir su condición de segundones en el solar patrio, en la casa del padre. Y ya se sabe: los segundones, a buscarse la vida fuera.

Algunos creen que poner muchas palabras, muchas ideas, muchos derechos, muchos conceptos unos junto a otros conforma algo coherente, un discurso aceptable. Por ejemplo, poner derecho a decidir, mayoría, respeto a la pluralidad, apertura al mundo, respeto de todos los derechos, integración, democracia, valor de la complejidad, pueblo. Y creer que todo ello conforma una frase, un discurso coherente, que todos esos elementos se compadecen sin limitación alguna. No solamente defienden el derecho a decidir, sino que lo hacen como un derecho omnipotente.

Algunos creen que política consiste en crear unidades separadas homogéneas, claramente perceptibles en su distinción y diferencia. No lo que creía Aristóteles, para el que la política es unir, asociarse, crear vínculos, entidades superiores -también lo creía Ortega y Gasset, ¿pero a quién le importa este autor!-. Nada de todo esto: bien separados y cada uno en su casa. Como en los Balcanes: limpieza cruenta hasta el final, hasta que cada uno esté en su sitio y se sienta perteneciente sólo a ese su sitio.

¿Y si en lugar de hablar del derecho a decidir habláramos de lo que es necesario para la convivencia, para garantizar la libertad de los más, preservando el derecho a la diferencia de cada uno? Porque el derecho a decidir de algunos se compra al precio de impedir la convivencia de todos.

Joseba Arregi