Quintacolumnistas

Para la inmensa mayoría del país, esta es la guerra que nunca vivimos y que nunca creímos que íbamos a vivir. A todas las casas llegan las noticias angustiosas de infectados lejanos o cercanos en una red que nos conecta a todos como víctimas potenciales del virus. Pese a ello, la ferocidad crítica de algunos columnistas y políticos induce a pensar o bien que no han interiorizado la naturaleza de un estado de guerra o bien que han confundido al enemigo con los poderes que gestionan hoy esta salvaje emergencia sanitaria y la crisis social y económica que se abate ya sobre todos a escala global.

El estado de alarma e hibernación decretados por el Gobierno reconocen ese estado de guerra sanitaria contra una pandemia galopante y mortífera. Es una guerra enteramente nueva incluso para los más viejos del lugar, sin memoria de nada semejante, pero como en todas las guerras, también en esta las cifras de los expertos colisionan y se abren discusiones sobre medidas concretas o índices relativos de mortalidad aquí o allá, mientras la plaga se extiende por inmensas zonas del planeta con Estados débiles, como en América Latina, o sin servicios universales de salud pública, como en Estados Unidos.

Al enemigo esta vez no se le pudo someter a la vigilancia de los servicios secretos, ni el Estado pudo sabotear la acción del sotobosque golpista. Al revés, tuvo que afrontar en cuestión de días una sobredimensión de compras de material sanitario que nadie pudo anticipar, y las redes y los medios discuten en directo la movilización de todas las instituciones del Estado para afrontar una agresión desconocida sin otras víctimas potenciales que la población entera.

Lo que cuesta más de entender es la insolidaridad siquiera cautelar de algunos con el descomunal repertorio de decisiones que los Gobiernos, y el nuestro también, han tenido que adoptar. No me siento en malas manos con este Gobierno y, desde luego, confío más en ellos que en cualesquiera de los otros posibles (o incluso imposibles hoy) para afrontar las descomunales consecuencias sociales y económicas de esta monstruosidad. Pero este o aquel político o columnista despacha con cuatro tópicos y una puntilla con chispa el inmenso paquete de medidas (las que sean), como si todo siguiera igual, o como si la clásica permisividad ante el toreo de salón y el lado turbio de la política siguiesen incólumes. En el único y cada vez más remoto referente de esta guerra —la crisis de 2008—, el enemigo estuvo identificado en grandes bancos y aseguradoras que llevaron temerariamente al límite sus operaciones e hicieron de la frivolidad mercantil un argumento de futuro. Europa optó entonces por políticas de austeridad incluso para países dramáticamente vulnerables a la crisis, incluido el nuestro, pero hoy el remedio no puede parecerse a un castigo por padecer el virus mientras los Estados compiten para combatir la pandemia y su expansión.

Un puñado de políticos y opinadores prefieren actuar como si no estuviésemos ante una catástrofe con víctimas objetivamente inocentes e incesantes. Pero la guerra y su devastación no llegan ni han llegado nunca de un día para otro, ni la vida cambia como cambiamos el horario de primavera. Solo en el frente de guerra y la primera línea de combate —como sucede hoy en los hospitales de cemento y en los de campaña— la vida salta por los aires sin remedio y de forma inhumana, inmediata e irreversible: ya nada es igual ahí, y es ahí donde día a día identifican la excepcionalidad absoluta que vivimos. Lejos de ese frente, a la conciencia de guerra se va entrando poco a poco, a medida que el infectado no ha resistido ya más y ha muerto, a medida que el siguiente infectado es un poco más próximo y menos desdibujado. Solo entonces se entiende el significado de una trinchera y el lugar que escoge cada cual. Hoy el enemigo no está sentado en el Consejo de Ministros, ni es portavoz del centro de coordinación sanitaria, ni ofrece ruedas de prensa desde La Moncloa. La excepcionalidad misma del estado de guerra, hoy y siempre, provoca la incredulidad y la resistencia a vivirlo como nuevo clima moral cuando en realidad ya está ahí, y los antiguos ritos y las prácticas acostumbradas de debate político o mediático quedan de golpe trasnochados, fuera de lugar.

Los cálculos políticos de algunos partidos, de algún Gobierno autonómico o de algún gabinete de comunicación parecen seguir en sus viejas aventuras, como si viviésemos solo bajo el engorro de prescindir del pan caliente y el pescado fresco de cada día. Demasiados púlpitos siguen instalados en la vida de ayer, y el político, el columnista o el tertuliano posturea, perora y sermonea sin saber que el pasado se ha ido, se ha evaporado, ya no existe. Cuando el virus esté bajo control será difícil releer el mezquino puñado de declaraciones que algunos han dejado en columnas, tribunas y redes. Parecen quintacolumnistas con la cabeza puesta todavía en su campaña electoral o sumergida en la nata agria del narcisismo.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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