Quintus Artulus en Potosí

En el Museo Arqueológico Nacional de Madrid se conserva una estela funeraria dedicada a Quintus Artulus, a quien la cartela correspondiente denomina «El niño minero de Sierra Morena». El tosco bajorrelieve muestra, aparte de las oraciones oportunas, la figura de un niñito portando su cubo de trabajador en el socavón: cuando Quintus murió contaba cuatro años de edad. Siempre que voy al Museo visito aquel recuerdo de una vida truncada antes de empezar, como minúsculo homenaje a cuantos chicos —y grandes— perecieron en circunstancias similares, en Hispania o en otras tierras, pero nunca dejo de formularme la reflexión de si sería razonable y hasta lícito reducir la colonización romana a una suma de casos parejos, obviando la magnitud de nuestra deuda global con Roma: casi todas las bases y los elementos determinantes de nuestra sociedad y nuestra cultura. Nada más y nada menos. Habría tanto que decir que resulta ocioso entrar en detalles.

La lectura del excelente artículo de Tomás Pérez Vejo publicado en esta misma página (Hispanoamérica y el problema español, ABC, 15 -07-11) nos reaviva la memoria de la querella, artificialmente mantenida, que subsiste con América, por ejemplo en lo referente a explotaciones mineras durante la época virreinal y su correlato habitual de condena en bloque de todo el poblamiento y colonización española en América y el Pacífico, su utilización, junto a otros factores, para deslegitimar toda la obra de España en Indias. Y claro que hubo empleo masivo de indígenas y mestizos en régimen de trabajo tanto libre como semiforzado. Como menudean las denuncias, censuras nada veladas y protestas de testigos contemporáneos: Melchor de Liñán, arzobispo de Lima, fray Reginaldo de Lizárraga, fray Diego de Ocaña, los mismos Luis Capoche y Arzáns de Orsúa en sus relaciones sobre Potosí... El Cerro Rojo de esa ciudad y la terrible mina de Huancavelica, de donde se extraía el azogue para amalgamar la plata, aparecen de manera repetida en las páginas de todos ellos, en denuncias apasionadas u objetivas descripciones, como hace Antonio de Ulloa en sus Noticias Americanas: «El trabajo se hace con indios y mestizos, unos voluntarios y otros de obligación: estos últimos son los mitayos: la diferiencia que hay en estas dos clases es que los primeros son contingentes y los otros seguros, pues en quanto á los jornales son iguales, siendo muy competente el que se les da yes arreglado a Arancel, por cuya regla nunca es menos de cuatro reales de aquella moneda, aunque hay Minas, como sucede en Potosí, que ganan un peso los días que trabajan.».

La dureza del trabajo en minas y obrajes —que se desarrollaba con arreglo a las técnicas del tiempo, como en todas partes— junto a los desmanes, reales o no, cometidos durante la conquista y pacificación, constituyeron el corpus argumental antiespañol que los criollos implementaron para dar una coartada de legitimidad histórica —aunque ellos tuvieran poco de indios— a su insurrección que, básicamente, buscaba objetivos económicos y de redistribución de los poderes locales. Cuando pedían libertad, de hecho estaban reclamando libre entrada para el comercio inglés, hasta entonces colado de contrabando; y arrinconamiento del español, amén de desguace del aparato político, administrativo y económico hispano. Y lo consiguieron. El resultado fue una atomización política y una dependencia de potencias exteriores que eran todo menos desinteresadas: Inglaterra, Estados Unidos, Francia..., cada cual a su manera, acudieron a llenar los vacíos dejados por España. Y ahí estamos, tras dos siglos de independencia —y esto ya no es lógico— se mantiene la misma retórica agresiva de un Servando Teresa de Mier (1765 - 1827) o un Francisco Bilbao, quien en su Evangelio americano (Buenos Aires, 1864) despliega toda la panoplia antiespañola para formar una conciencia autóctona: Padre Las Casas, anticlericalismo y anti-conquista pues, según él, todos los males del continente proceden de España y el catolicismo. Su lema es: «El progreso consiste en desespañolizarse». Y lo dice en español, como otros feroces indigenistas (Jorge Icaza, Ciro Alegría, José María Arguedas) manejan maravillosamente nuestra lengua común. Pero con esa postura no hace sino reproducir las ya viejas, por entonces, consignas de los protestantes europeos (y luego americanos) contra la hegemonía política y militar hispana.

El mismo Bilbao y el colombiano José María Torres Caicedo empiezan a usar la denominación «América Latina» con la evidente intención de borrar la huella española hasta en los nombres, aunque destacados próceres siguieran utilizando «Hispanoamérica» (José Martí, muerto en combate con tropas españolas en 1895; y Andrés Bello y Rubén Darío y Henríquez Ureña...). Arguye el mexicano Leopoldo Zea que ésta sólo fue una reacción contra las agresiones norteamericanas a México (1847) y Centroamérica (1856), y de Francia, otra vez contra México (1861), y que «latina» es sinónimo de integración, conciliación de la diversidad humana, racial, etcétera, aunque, bien mirado, cualquier denominación será sin remisión incompleta. Tanto si se resalta el componente hispano, como el indígena, o el más genérico «latino», o las aportaciones que llegaron después, alguien se queda fuera. Y pueden ser muchos millones de personas: Hispanoamérica, Iberoamérica, Latinoamérica, Indoamérica, o la más reciente de las extravagancias, Abya Yala en idioma de los indios cunas panameños (¿por qué en una lengua indígena y no en otra?). Tal vez la respuesta a esta última pregunta estribe en que los indígenas, hasta tiempos muy recientes (ahora mismo), nunca han tenido la conciencia de la globalidad del continente, que es precisamente lo que aportó el Descubrimiento español. Y en ese Sentido sí puede usarse ese término con toda propiedad frente a las burlas, más bien mostrencas, que hemos oído en diversos países —como un hallazgo argumental de gran ingenio— de que los indios ya se habían descubierto a sí mismos. En estos niveles intelectuales, dignos de un Chávez o un Morales (o un Rodríguez, mal que nos pese) no podemos competir.

Como en el caso de Roma en la Península Ibérica, es imposible resumir en unos folios, ni por encima, el conjunto del esfuerzo, la racionalidad y el coste de la inmensa aventura americana: fundación de ciudades, desarrollo de actividades económicas, trasplante cultural a gran escala..., aunque, paradójicamente, la imagen transmitida y sustentada hace muchos años es que allá nadie trabajaba (sobre todo los españoles), nada se sabía y los únicos objetivos de «los españoles» eran matar indios y forzar indias. Con esta simpleza. ¿Quién construyó y cómo el gigantesco legado arquitectónico virreinal?¿Por qué la ciudad de México, a mediados del XVII, contaba tantos habitantes como Roma y más que Madrid, París o Londres? ¿Por qué la población de Nueva España en 1776, año de la independencia de Estados Unidos, duplicaba a la de este país y su desarrollo económico y cultural lo aventajaba con creces? ¿Por qué el principal arsenal español del siglo XVIII no se hallaba en La Carraca, Cartagena o Ferrol, sino en La Habana? ¿Por qué, en suma, los «españoles de ambos mundos» —¿recuerdan?— no leemos más y descubrimos, con o sin colones, cuánto nos debemos unos a otros (también los peninsulares) y cuánta parte de nosotros mismos están prologando en sus escritos Cieza de León, Con-colorcorvo o Félix de Azara, algunos felizmente rescatados del olvido por allá y a él condenados por acá? Una recreación en la que también hay sitio para todos los Quintus Artulus americanos, ya fueran de Puno, Celaya o Taxco. O de las minas de Almadén. ¿Lo veremos?

Serafín Fanjul, catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid.

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