¿Quo vadis, España?

Finalmente llegó la no sentencia. En estos momentos de enfado y preocupación, quizá sea oportuno evaluar adónde conduce esta situación, más allá del futuro inmediato.

Comencemos por el principio. Se afirma que Maragall se equivocó, ya que para este viaje no hacían falta estas alforjas. Se argumenta que el president evaluó incorrectamente las fuerzas en presencia, que se dejó seducir por Zapatero, y que de aquellos polvos, estos lodos. Y que, de haberse previsto este agónico peregrinar, no hubiéramos comenzado. Craso error. Se olvidan las razones, profundas, que obligaron a intentar redefinir las relaciones con España, tanto en el terreno político como en el económico. Esta crítica a Maragall orilla que, al tiempo que comenzaba el debate estatutario, Catalunya enfrentaba una pérdida de peso económico provocada por la globalización. La necesidad de mejorar infraestructuras, potenciar el sistema educativo, reforzar la inversión en I+D o ampliar la internacionalización y la atracción de inversiones aparecen entonces como el marco que define una nueva estrategia para Catalunya. De hecho, el conseller Castells lanzó ya en el 2004 la propuesta de un pacto por la competitividad, al que se sumaron patronales y sindicatos. Por tanto, aunque solo fuera por una mejora en la financiación, el debate era preciso y, dados sus resultados, valió la pena. Y lo que costó definir el sistema de financiación indica los profundos desacuerdos entre Catalunya y España.
El descrédito del Tribunal Constitucional (TC) es otro efecto de estos días. Y por ello, el president Montilla ha avanzado la necesidad de modificar su composición. Lastimosamente, tras las declaraciones de algunos dirigentes del PSOE, esta mejora no parece posible. Y, a la luz de lo sucedido, tampoco es evidente que, de obtenerse, implicara un mejor tratamiento. Nos guste o no, la mayoría del TC refleja una visión de España, que es la dominante en el país, que se funda en un renacido nacionalismo español, expresado singularmente en la pujanza económica de Madrid. Compare el lector, para tener una idea de los cambios operados, la situación cultural y económica de la capital de España hoy, con la existente durante la primera mitad del siglo XX, por ejemplo. En síntesis, con esta o con otra composición, y en la medida en que haya los recortes que se prevén, la conclusión es meridiana: no se acepta el acuerdo político, el nuevo pacto con España, que el Estatut implicaba. Y, por ello, se ha abierto ya una profunda crisis en las relaciones entre Catalunya y España, que más se va a abrir cuando la sentencia sea definitiva.

Solo el Partido Popular, retirando su demanda, podría evitar ese resultado. En el medio y largo plazo, ello serviría a los intereses que dice representar, los de una España unida. Pero al PP le pasa como al alacrán de la fábula. Al intentar salvar un río, y ante la negativa de la rana a que lo transporte en su espalda por miedo a su picadura, la tranquiliza argumentando que, de atacarla, él también moriría ahogado. En medio de la corriente, no obstante, suelta su veneno y, mientras se hunde, se disculpa con la rana: «No pude evitarlo, está en mi naturaleza.» Al PP le pasa algo parecido. Le convendría pactar con Catalunya, pero su imbricación profunda con una determinada España, se lo impide.
En esta tesitura, ¿qué hacer? Soy escéptico respecto a la posibilidad de enmendar lo ya destruido. La sentencia saldrá, y el país responderá, así lo espero, con civismo y contundencia. Aunque la sentencia estará ahí. Y con ella habrá que convivir. Pero no se confunda el PP, ni los sectores del PSOE que también se frotan las manos. Las razones del choque de trenes que está siendo el Estatut son políticas, culturales y, por encima de todo, económicas. Nuestro tejido productivo se ha abierto al resto del mundo, y se ha alterado el pacto que, en el pasado, definió nuestras relaciones. Ni somos ya la fábrica de España, ni nuestros productos son tan relevantes para el mercado español como lo fueron antaño.

Por si ello no fuera suficiente, la generación que lideró la transición en Catalunya, la que hoy está todavía dirigiendo el país de forma directa, o indirectamente por su peso político, cultural y mediático, ha comenzado lentamente a retirarse. Este grupo tenía un sueño, el de una España federal, que permitiera un encaje distinto de Catalunya. Este sueño se rompe con el previsible fallo del Constitucional. Las nuevas generaciones, los de 40 y pocos para abajo, me parece que tienen una visión muy distinta de las relaciones con España, sean catalanes de pura cepa o hijos de inmigrantes. Quizá nos equivocamos en el pasado, porque no había en España suficientes federalistas. Aunque de continuar las cosas como hasta hoy, tampoco los va a haber en Catalunya en el futuro.
Por todo ello, sería un error creer que con la sentencia desaparecerá la cuestión catalana. Emergerá de nuevo, y, como todo lo que se intenta esconder, lo hará con mayor fuerza. Y entonces, alguien desde Madrid, entre sorprendido y asustado, preguntará ¿quo vadis, España? Pero entonces, quizá, ya será demasiado tarde.

Josep Oliver, catedrático de Economía de la UAB.