Quo vadis, España?

Por Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político Universidad de Zaragoza (ABC, 29/09/06):

O, a mejor decir, ¿adónde te llevan? Casi de pronto y unos y otros. Desde la adecuada distancia y entiendo que también desde la objetiva reflexión, hay tres afirmaciones difíciles de negar que configuran estos últimos años de nuestra actual democracia. En primer lugar, nuestra ciudadanía disfrutó «alegre y confiada» una etapa de legítimo optimismo en el tiempo que siguió a nuestra transición. El difícil obstáculo había sido vencido. Ya podíamos tirar por la ventana la larga y peligrosa pregunta de «y después de Franco, ¿qué?». Porque aquello de «todo atado y bien atado» se prestaba a múltiples interpretaciones y especulaciones. En realidad, y por testimonios posteriores, parece que el mismo General nunca pensó que habría «un franquismo sin Franco». E igualmente hay que reconocer que, como apuntaran valiosos estudios hace años, en el éxito final contribuyó no poco la circunstancia de que el régimen autoritario que desaparecía careció siempre de una sólida y bien estructurada ideología. El ahora tan pregonado fascismo es algo que el mismísimo Azaña se encargó de negar. El éxito de la transición, con el Rey y Suárez como principales protagonistas encargados de hacerse eco del sentir de la ya potente clase media española, trajo sosiego y esperanzas. Hasta el dichoso punto de, una vez más, intentar la exportación del modelo «dando una lección al mundo». En esto hemos pecado no pocas veces, cuando, en realidad, el gran hecho europeo de nuestra política, donde estuvo fue en la Constitución gaditana de 1812. Todo lo que vino después fueron vaivenes...

En segundo lugar, estimo también difícil de negar que el panorama anterior es completamente distinto en los momentos actuales. Algo precipitadamente y por diversas razones, vivimos una etapa de cierta desilusión con lo establecido. De no poca inquietud por el mañana. De dudas y recelos. Y hasta de un porcentaje creciente y para mí incomprensible de violencia de la sociedad. Quizá todo puede concurrir en alguna proporción: claro apunte de partitocracia, no muy buen ejemplo de la clase política, preocupación y algo de temor en el fenómeno de la inmigración que resulta agobiante porque no sabemos todavía cuál sería una solución para el mismo, tanto en el caso de nuestro país como en el de la Unión Europea, dudas ante el denominado proceso de paz y el coste que pueda suponer, etc., etc. La ciudad «alegre y confiada» de antes bien puede ser ahora la ciudad algo irascible y bastante preocupada.

Y, por último, también me parece plena de certeza la constatación de que, en este cambio radical, están influyendo con fuerza los nuevos planteamientos del tema autonómico, por vía de las reformas de Estatutos. Es probable que la etiología de este punto estuviera ya en el hecho de que la misma Constitución, por una parte y en su texto o en sus interpretaciones, premiara la concesión de competencias en algo tan discutible como era y es «el hecho diferencial». Lo diferente obtenía mejor trato, olvidando que es algo que todo el mundo puede tener (diferentes nos hacen desde el simple hecho de nacer). Y «lo diferente» se tenía o se ha inventado con artificio. Y, por otra, el hecho de dejar permanentemente abierto el proceso de concesión de competencias a tenor del incomprensible número 2 del artículo 150: se podía transferir o delegar todo lo que fuera susceptible de transferencia o delegación. Es decir, todo o nada. Quizá tuvo que ser así para obtener el ansiado consenso.

Pero lo cierto es que está siendo en estos meses cuando el tema se ha hecho harto preocupante. La reforma del Estatuto de Cataluña ha dado el pistoletazo de salida. Y, desde ese instante, el aquelarre de demandas no solamente ha crecido hasta senderos muy próximos a la inconstitucionalidad, sino que se está convirtiendo en auténtica guerra de exigencias en casi todo el territorio hispánico. Todos quieren ser nación, en el preámbulo, en el texto o en los símbolos. O nacionalidad histórica. O algo similar. Nadie quiere ser o tener un poco menos que el vecino, circunstancia que ha estado siempre en nuestra forma de ser. Y se habla de bloquear por esto o aquello. De llevar al tribunal Constitucional por esto o aquello. De defender y ensalzar «lo propio» y no lo común. Y esto de lo propio llega, claro está, a lo constitucionalmente imposible. Leo una explícita declaración aparecida en prensa: «El PNV reitera que la normalización del País Vasco pasa por reconocer el derecho de autodeterminación». ¿No va esta auténtica batalla entre partes de lo que por historia y por ley es la única Nación existente a perturbar muy seriamente al ciudadano medianamente pensante que hasta ahora creía e incluso juraba defender una Patria común? ¿Qué te está pasando, España? Creo que quien ha hablado de «Estado residual» para Cataluña hasta se ha quedado corto. Allí y fuera de allí lo que estamos presenciando es una especie de desguace del Estado, precisamente en momentos en que el resto de Europa lo que requiere es justamente lo contrario: Estados muy sólidos para la lógica competencia.

Por todo ello, lo que uno teme es que se esté repitiendo el trágico veredicto que Ortega escribiera hace un siglo en su «España invertebrada»: la esencia que preside las relaciones de la España actual es un «acentuado particularismo». Y «la esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte y, en consecuencia, deja de compartir los sentimientos de los demás». Y finaliza: «Hoy es España más bien que una nación, una serie de compartimentos estancos». ¡Qué cantidad de descalificaciones recibiría el mismísimo Ortega si escribiera esas frases en los momentos actuales! ¿Es a eso adonde nos llevan?

Estamos de nuevo ante el peligroso riesgo de volver a ese particularismo denuciado por Ortega. Y para evitarlo lo que urge (y se ha hecho bien poco en estos años) es socializar a la ciudadanía en todo lo contrario. En no olvidar el principio de solidaridad que nuestra propia Constitución establece en su artículo segundo. En reforzar los lazos, símbolos y sentimientos que hagan primar, por encima de todo, el legítimo sentimiento de la españolidad. Desde la escuela hasta la tumba. Sin reparo. Hasta con cierto orgullo, como ocurre en otros lares que incluso tienen una estructura federal. ¿O es que, otra vez, vamos a presumir de que España es diferente? ¿No tuvimos ya bastante con el escarmiento de nuestro inmediato pasado?Ahí quedan estas «inocentes» preguntas.