¿Quo vadis Europa?

Los expertos atribuyen la decadencia griega a no haber logrado sobrepasar los límites de las 'civis', las ciudades, que confinaron sus grandes avances –la democracia sobre todo– dentro de sus murallas, dedicando el resto del tiempo y los esfuerzos a pelearse entre ellas. Seguidamente en la historia, Roma asumió, ensanchó y universalizó su herencia, alumbrando felizmente un Derecho Romano que aún se estudia en las universidades de todo el mundo al ser una gran fuente de inspiración jurídica. Pero aquel imperio se disolvió con las invasiones bárbaras en el sentido de rudo, inculto, que hoy tiene, más que en el de 'extranjero' que en latín tenía.

Aunque la verdadera razón de aquel crepúsculo fue, sobre todo, olvidar la disciplina y respeto de la ley cambiándolos por el 'pan y circo' (panem et circensis) de sus emperadores más populistas –así les llamaríamos hoy– hasta el punto de que no sólo el ejército estaba mandado por generales llegados de las provincias sino también los emperadores, que a duras penas pudieron contener las embestidas que sufrió el Imperio, ya dividido en el de Oriente, con capital en Constantinopla, y el de Occidente, en Roma, que fue el primero en caer y fragmentarse como un espejo al precipitarse contra el suelo.

Toda la Edad Media europea, e inicios de la Edad Moderna, son un esfuerzo titánico de esos reyes bárbaros por reconstruir el Imperio Romano, empezando por Carlomagno, seguido por el multiestatal Sacro Imperio Romano Germánico y liquidado por la protagonista de la Edad Contemporánea, la nación, o naciones para ser exactos. Estas, en vez de unir Europa se enzarzaron en guerras continuas por las más variadas causas, fronteras, herencias, religiones o, simplemente, rivalidades vecinales, la última de las cuales, llamada Segunda Mundial, estuvo a punto de acabar con ella, aunque acabó con los imperios de varias de sus naciones.

Menos mal que políticos de los pequeños países, ante el peligro de quedarse en la cuneta de la historia, y sobre todo dos auténticos estadistas de Francia y Alemania, De Gaulle y Adenauer, se dieron cuenta de que no podían seguir peleándose entre sí porque desaparecerían, firmando la paz definitiva, creando finalmente la Comunidad Europea, que con el paso de los años se ha convertido en un oasis de progreso y libertad.

Ayudó al éxito que las potencias vencedoras de la II Guerra Mundial, Estados Unidos y la Unión Soviética, lo aceptaron, aunque, eso sí, repartiéndose las dos mitades de Europa en sus respectivas esferas de influencia y manteniendo entre ellas una Guerra Fría que si no se convirtió en caliente a lo largo de la segunda mitad del siglo XX fue por saber que ambas la perderían, junto a sus satélites, al entrar en acción sus arsenales nucleares. Fue la única ventaja que trajo la llamada 'paz atómica'.

Esa paz que ahora se ve en peligro por la invasión rusa de Ucrania y la política agresiva de Vladímir Putin, dispuesto a ampliar su país por las bravas, pese a ser el mayor del mundo, con una especie de cinturón de estados alrededor de sí, que le aislasen no ya de agresiones externas sino de contaminación democrática, que acabase con el sistema comunista establecido en Rusia por la revolución soviética de 1917. Con lo que llegamos al momento en que estamos.

Que la Unión Europea ha sido uno de los mayores éxitos de la historia de la humanidad lo testifica que se ha convertido en polo de atracción de las regiones que la rodean en África y Asia, como al otro lado del globo Estados Unidos lo es del resto de América y de la región del Pacífico. Cada vez son más las personas que están dispuestas a jugarse la vida, en la mar o atravesando tierras extrañas, para alcanzar ese oasis de paz y progreso que no encuentran en sus países de origen, creando problemas de asimilación en los de acogida aunque contribuyendo a su desarrollo al asumir los trabajos ínfimos y mal pagados que la población local desecha y no son en general reconocidos. Celebraría que en la próxima edición de la 'Estructura Económica de España' de Ramón Tamames –que será la vigésimo séptima (¡todo un récord!– figurase la contribución real que los inmigrantes iberoamericanos han protagonizado aquí, revirtiendo una corriente de siglos, con la ventaja de tener el mismo idioma, religión, virtudes y vicios, a diferencia de los llegados de otros lugares del planeta.

Pero en ese éxito de la Unión Europea ha habido, sin embargo, un enorme agujero. Aceptando el lema de la Viena de los valses («hagan otros la guerra, tú, feliz Austria, cásate. Los reinos que a otros da Marte, a ti te los dará Venus»), los europeos occidentales confiamos en su día nuestra defensa a Estados Unidos para gozar al máximo de la paz y prosperidad. Piensen que Grecia encabeza la lista europea de gastos de defensa con un 3,7 por ciento de su PIB, mientras España figura como penúltima, con apenas un 1 por ciento. Todos los aliados, en general, están muy lejos de Estados Unidos en inversión en este campo.

En la cumbre de Madrid, Joe Biden ha pedido, por lo menos, doblar esa cifra y con esa idea salió del cónclave atlántico. Pedro Sánchez lo ha prometido, aunque a plazos, hasta 2029. No le será fácil si nos atenemos al rechazo que la sola idea de invertir más en defensa ha generado entre sus socios en el Gobierno y sus colaboradores parlamentarios. De todos los partidos que conforman el sistema sanchista, solo el PSOE (o al menos Sánchez) parece estar por la labor de cumplir la promesa.

Por su parte, Putin interpreta este desigual interés por fortalecer su seguridad como la prueba de que Europa Occidental no tiene cuajo ni para defenderse, lo que le hace redoblar su ofensiva en Ucrania dispuesto a merendarse por lo menos parte de ella y destruir el resto.

Con lo que volvemos de golpe a la situación de la Grecia clásica. ¿Se repite en las naciones europeas el dilema de las antiguas ciudades griegas? Pronto lo sabremos, pues los ucranianos no pueden resistir por mucho más tiempo el brutal ataque del gigante vecino. Por lo que convendría recordar el dicho romano «si vis pacem, para bellum», es decir para mantener la paz es necesario estar preparado para la guerra». Y declararla si es necesario, añadiría.

José María Carrascal

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