Nada ilustra mejor el fracaso de la izquierda como la crisis que padecemos. Siendo, desde su origen hasta sus últimas consecuencias, producto del capitalismo más feroz y desvergonzado, quien está sufriendo sus mayores consecuencias es el socialismo, hasta el punto de haber desaparecido de los gobiernos europeos, con residuos marginales, como el griego o el español, con el agua al cuello ambos. ¿Cómo es posible que la izquierda no saque provecho de los tremendos errores de la derecha? Es lo primero que se le ocurre a uno. La respuesta es bien fácil: porque la izquierda lleva mucho tiempo perdiendo no sólo terreno, sino también identidad, al haber perdido la batalla de las ideas, que precede siempre a la del poder.
Los pilares de la izquierda son el grito de la Revolución Francesa «¡Igualdad, libertad y fraternidad!», la proclama de la Internacional socialista «¡Proletarios de todo el mundo, uníos!» y el mandato del Manifiesto comunista de Marx y Engels «la nacionalización de los medios de producción», llevado a la práctica en la Unión Soviética, faro y patria de la izquierda universal durante el siglo XX.
De esos tres pilares no queda hoy ni rastro. La izquierda ha ido vendiendo su alma al diablo, traicionándose a sí misma y empeñando las joyas de su corona. Comencemos por la igualdad. Según demostró Djilas en su famoso libro «La nueva clase», el partido se convirtió en la nueva aristocracia, con privilegios tanto o mayores que los de la antigua. De la libertad, mejor no hablar. «Libertad, ¿para qué?», preguntó y respondió Lenin a Fernando de los Ríos. En efecto, ¿para que se quiere la libertad en el paraíso? Y lo grande es que la entera izquierda se lo creyó, con visitas reverentes al mismo, incluida la de Felipe González y Alfonso Guerra a poco de ser legalizado el PSOE, firmando acuerdos de intereses comunes con sus líderes, aunque luego prefirieran a los norteamericanos. En cuanto a la fraternidad, es verdad que a diferencia del capitalismo, fundado en el principio hobbesiano de «el hombre es un lobo para el hombre», el socialismo buscó la hermandad de todos los hombres, el internacionalismo, opuesto a todo tipo de nacionalismo, en el que veía una de las principales causas de las guerras y desgracias de este mundo. Con buena parte de razón. Pero la emergencia de la Unión Soviética, con su «socialismo en cada país» junto a la internacionalización creciente del capitalismo y su mercado global, ha hecho ir replegándose a la izquierda hacia posiciones nacionalistas, hasta convertirse en sierva del nacionalismo. El mejor ejemplo lo tenemos en España con la llamada izquierda abertzale, que sólo tiene de izquierda el nombre, por ser toda ella ultranacionalista. Ese es un caso extremo, pero ni mucho menos único. Tanto a nivel de Estado como en el de sus diversas comunidades, el socialismo español, con la honrosa excepción del PSV, prefiere pactar con los partidos «nacionalistas» (aunque yo preferiría llamarles «localistas»), que con el otro gran partido de ámbito nacional, creando alianzas contra-natura al menos desde su propia ortodoxia.
Esta renuncia a sus posiciones básicas ha obligado a la izquierda a buscar nuevos campos en que desarrollarse y distanciarse de la derecha: el ecologismo, el feminismo, la homosexualidad, el aborto, la eutanasia, con revoluciones que sustituyan a la de toda su vida: la lucha de clases y el proletariado contra sus explotadores. Y así la vemos envuelta en revoluciones como la «verde», la feminista, la sexual, la de las drogas, tan de moda en los últimos tiempos. Pero si el ecologismo no es más que una consecuencia del excesivo desarrollo industrial —y por eso sólo apto para países industrializados—, el resto de las citadas revoluciones no son otra cosa que subproductos de la revolución burguesa, teniendo muy poco que ver con la preconizada por la izquierda como liberadora de las masas trabajadoras. La mejor prueba de ello la tenemos en que todas esas revoluciones de nuevo corte buscan el provecho del individuo aislado, no de la clase obrera, y menos, la de la sociedad en su conjunto. Tratan de satisfacer los deseos más personales de cada individuo, incluso cuando no son compartidos por la mayoría de la población. Es como hemos llegado a la paradoja de que en los pocos países comunistas que aún quedan —como Cuba—, la homosexualidad esté mal vista, por no decir perseguida, y las mujeres sigan haciendo de comparsas o concubinas de los grandes líderes, mientras la izquierda occidental ha convertido el feminismo y la homosexualidad en dos de sus banderas. Pero eso, repito, es más un coletazo de la revolución burguesa que elementos de la proletaria.
Aunque donde más se nota la renuncia de la izquierda a su pasado y a sus fines es en el terreno económico. ¿Qué gobierno socialista o socialdemócrata incluye hoy en sus planes la «nacionalización de los medios de producción», que era una de los elementos básicos de una política de izquierdas? El único que hizo algo parecido fue el primero de Felipe González, con la nacionalización de Rumasa, pero para privatizarla inmediatamente, con grandes ganancias de sus amigos. El resto fue privatizar y privatizar. Por no hablar ya de lo que ha hecho Zapatero últimamente, bajo orden de la más altas instancias económicas conservadoras y desdiciéndose de su política social en toda la línea.
Con tales premisas, ya no extraña tanto que la izquierda vaya retrocediendo en los países desarrollados y sólo gobierne en los subdesarrollados donde el control de las masas y el resentimiento de éstas contra el anterior colonialismo prevalece. Pero incluso en ellos empieza a imponerse entre la población la idea de que sólo han cambiado unos amos por otros, sin que haya cambiado su suerte. Fíjense lo que está ocurriendo en el mundo musulmán.
Dicho esto, que debe de sonar como un réquiem a la izquierda, no tengo más remedio que añadir algo que puede extrañar a más de uno: la izquierda sigue siendo necesaria para el buen funcionamiento de un país. Hoy, más que nunca, dado el avance arrollador de la derecha. Fue la consigna ultraconservadora de «¡Fuera Estado! ¡Ningún control!» lo que nos llevó a la crisis actual, que aún no hemos superado. Es necesario el Estado, como son necesarios los controles, pues en otro caso, volveremos a la ley de la selva. La política tiene que ser realista, es decir conservadora, para ser efectiva. Pero tiene que contener también un porcentaje de idealismo, es decir, de izquierdas, para que satisfaga las ansias de mejora de la mayoría. Convertir los ideales en dogmas lleva a la tiranía, religiosa o política. Pero un régimen sin ideales es antihumano, ya que los humanos no nos contentamos con permanecer tal como hemos venido a este mundo, sino deseamos avanzar. En ese avance, la izquierda tiene el importante papel de corregir a la derecha para que no se extralimite y reparta justa y equitativamente tanto cargas como beneficios. Lo malo es cuando la izquierda se pone al volante y emprende una marcha alocada hacia su utopía, llevándonos al infierno, que ella llama paraíso.
Aunque lo peor de todo es cuando la izquierda pierde todo tipo de referencias, y tanto le da hacer política de izquierdas diciendo que es de derechas, o de derechas diciendo que es de izquierdas, confundiéndolo todo y no aclarando nada. En España hemos tenido últimamente abundantes muestra de ello, por lo que no debe de extrañar la situación en que nos encontramos, en la que nadie sabe dónde está ni hacia dónde vamos. Lo extraño es que quede todavía gente de izquierdas. Aunque se me dirá que de izquierdas, lo que se dice de izquierdas, ya no queda nadie.
Por José María Carrascal, periodista.