Al someter a referéndum la permanencia del Reino Unido en la UE y perder la insólita apuesta al todo o nada, David Cameron ha acabado con su carrera política y ha abierto en Europa una crisis de identidad colectiva que en los próximos años condicionará el debate político y la adopción de decisiones. Frente al cosmopolitismo de Londres y los deseos de la City se ha impuesto la pulsión nacionalista de la Inglaterra profunda, la creencia de que salirse del club europeo era –ya es– un gesto equivalente a recuperar la independencia (Independence day, tituló en la portada del jueves The Sun). Pero frente a esta suposición de un día D liberador surge el temor de que, en realidad, la fecha del 23 junio se consagre como un disaster day, aquel en el que el universo euroescéptico, los nacionalismos exacerbados y los prejuicios de toda clase se adueñaron del escenario.
Una necesidad doméstica, de charcutería política, de partido, no suele ser una buena política de Estado, pero Cameron se dejó llevar imprudentemente por la necesidad, acuciante a su juicio, de renegociar algunos extremos de la pertenencia del Reino Unido a la UE y celebrar el subsiguiente referéndum para cohesionar el Partido Conservador y acallar la grandilocuencia demagógica de Boris Johnson y adláteres.
El 52% final a favor del Brexit es un argumento claramente insuficiente para que el partido se serene y, en cambio, utilísimo para el independentismo escocés, europeísta sin dudas, que muy probablemente volverá a poner en marcha el engranaje secesionista en nombre de la europeidad. Y utilísimo también, en el bando ultranacionalista británico –Nigel Farage y compañía– para poner en duda el futuro de la sociedad más culturalmente diversificada de Europa, con demasiada frecuencia a un paso de la fractura, pero con un modus vivendi más sólido de lo que muestran las apariencias.
El efecto llamada o dominó que todo esto puede tener en otras sociedades europeas no deja de ser una incógnita, pero alimenta malos presagios. Se afirma en las páginas de 'The Guardian', europeísta, que los británicos nunca se sintieron completamente adheridos (fully embraced) a la UE, pero hoy esa sensación de desapego, de incomodidad, cuando no de abierta hostilidad se detecta en segmentos cada vez mayores de opiniones públicas con una influencia limitada –Holanda, Dinamarca, Suecia–, pero también en otras determinantes –Francia y Alemania, que celebran elecciones el próximo año–, donde alienta el fantasma del exclusivismo, la eurofobia, la animadversión hacia el euro y el fantasma de la xenofobia. La victoria del Brexit ha equivalido a abrir la caja de Pandora y es de prever que crecerá la lista de antieuropeístas vociferantes, nacionalistas rancios envueltos en la bandera y ultraderechistas añorantes.
La aplicación del artículo 50 del Tratado de la Unión y su largo proceso de negociaciones –dos años de vértigo– para una desconexión ordenada del Reino Unido creará la atmósfera idónea para que a cada paso que se dé tenga cabida una pregunta inquietante: Quo vadis UE? O acaso esta otra: ¿qué futuro espera a la UE si se robustecen las fuerzas centrífugas? Siempre fue evidente en una parte de la sociedad británica una sensación de incomodidad manifiesta en su relación con el entramado europeo –en 1975, solo dos años después de la entrada, el 33 de los votantes se pronunció contra la adhesión–, pero hoy esa incomodidad se extiende como reguero de pólvora por países de larga y sólida tradición europeísta a igual ritmo que crecen los auditorios de Marine Le Pen, Geert Wilders, Alternativa por Alemania y otras facciones in crescendo que propagan la buena (mala) nueva de que las soluciones se hallan en el renacimiento de la nación.
Ni los razonamientos económicos, que prevén una economía británica más débil, ni los políticos, sustentados en la convicción de que la unión de los europeos los hace más fuertes en un mundo que tiende a desplazar hacia el Pacífico el área de influencia, son capaces de neutralizar las fuerzas que aspiran a cuartear la UE, no ya a instaurar una Europa de dos velocidades. Porque esa Europa futura de dos velocidades –un núcleo duro que avanza hacia una mayor integración y una periferia a la expectativa– puede ser al fin un paño caliente para salvar los muebles y, por tal razón, figura en el programa eurodestructor como un objetivo a combatir.
Desde los días de los padres fundadores a este jueves aciago la UE avanzó siempre a impulsos, a través de crisis superadas en el último momento o mediante el impulso renovador de europeístas convencidos. Se construyó así una comunidad de estados de funcionamiento imperfecto, pero sin alternativa posible en el seno de la aldea global y de las finanzas globales. Con errores –la gestión de la crisis económica, el más reciente– y aciertos (muchos más estos últimos), la construcción europea se consolidó como la solución más consistente para afrontar las debilidades nacionales y acabar con recelos históricos. El Brexit es un torpedo dirigido a la línea de flotación de tal idea, aunque los británicos nunca sintieran que podían compartirla con sus vecinos del otro lado del Canal.
Albert Garrido