Racismo ilustrado

“Europa es un jardín”, resuenan en mi cabeza las palabras del jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell, mientras veo el documental publicado por el diario EL PAÍS para esclarecer la mal llamada tragedia de Melilla, “el resto del mundo no es exactamente un jardín. La mayoría del resto del mundo es una jungla, y la jungla podría invadir el jardín”. Los cuerpos, los muertos, se amontonan a uno y otro lado de una raya imaginaria que separa su jardín de la jungla. Y ahí es donde se dirime la discusión: en si los 23 muertos oficiales y más de 70 desaparecidos cayeron de uno u otro lado. Como si de eso dependiera la responsabilidad de los hechos: “no ocurrieron hechos trágicos en territorio español”, asegura el ministro Fernando Grande-Marlaska en el Congreso, convencido de que su única responsabilidad reside en que los muertos hubieran caído a los pies de sus porras.

La gente muere en la jungla, nos viene a decir. Todos podemos vivir con eso. Pero no aquí. No en nuestro pequeño edén ilustrado. Aquí la gente no muere aventada por la policía, cercada, golpeada y gaseada como animales. Si acaso aquí los observamos y los dejamos morir. Es lo que tienen los jardines, son meramente decorativos. Pero su inmoralidad viaja más lejos: Marlaska asegura que se cumplió con la legalidad internacional, incluso en la expulsión de las 470 personas que devolvieron sin ninguna garantía jurídica. Parece increíble cómo, aunque nada grave pasó en el lado español, las autoridades tuvieron tiempo de verificar que todas las personas que habían cruzado la línea no cumplían con ningún criterio de especial vulnerabilidad que les permitiera acceder a protección internacional.

Pero es que además, nos dice el ministro, el puesto fronterizo por el que se accedió “no es un puesto habilitado para solicitar protección internacional”. Ni ese ni ninguno. No existen vías legales habilitadas para la solicitud de protección internacional fuera de nuestras fronteras, ni canales hábiles para que puedan venir los trabajadores que necesitamos a cubrir puestos de trabajo de industrias que no consiguen llenar sus plantillas. Es decir, la única alternativa que tienen todas estas personas para llegar a Europa es la valla o el mar. Y, lo peor, es que esto no es obra de Marlaska, es parte de un sistema, de un modelo, de gestión migratoria, creado a imagen y semejanza de la jungla y el jardín de Borrell.

Y esto no es otra cosa que racismo. Racismo ilustrado: de ese que nace de la falsa conciencia de una superioridad moral e intelectual que te impide considerar al otro como igual. Marlaska es hoy San Ginés de Sepúlveda, defendiendo la superioridad de unas vidas respecto a otras. Escudándose en falacias jurídicas para ocultar sus miserias morales. Si entonces el argumento para restar valor a las vidas ajenas era el famoso “no saben que no saben”, hoy la excusa pasa por generar un sistema que otorga derechos y nos dice iguales, y crear una realidad que los imposibilita y nos divide en castas. Han pasado 500 años y todavía reproducimos la misma retórica colonial de nuestros precedentes barbudos en Latinoamérica. Jardines y junglas. Salvajes y civilizados. Pero no nos engañemos, si en los próximos meses Marlaska cae, bien nos haría recordar la máxima de los indígenas wyandot norteamericanos: no es el culpable quien sufre el castigo, sino la sociedad que ha permitido que suceda. Marlaska es solo el síntoma. Nuestro sistema migratorio, el problema. Y de eso somos un poco culpables todos.

Borja Monreal Gainza es director de SIC4Change y colaborador de Agenda Pública.

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