Racismo

Al igual que otros chilenos soy el orgulloso poseedor de una callana. Esta es una marca congénita de color azulado que aparece sobre la piel del coxis en los recién nacidos con ascendencia indígena o asiática. La callana —también llamada mancha mongólica— suele desaparecer a los dos años. Pero en mi caso aún conservo su sombra en la mitad de mi espalda. Cuando nací, en Suiza, un doctor sabihondo quiso atribuir este marcador genético a una remota mezcla asiática en los antepasados noruegos de mi madre. Mi padre desengañó a ese médico con una frase rotunda: “No, doctor, esa mancha ha aparecido en las guaguas de mi familia chilena durante 300 años, desde que un abuelo español se acostó con una abuela indígena”.

Cuando me entero de algunos brotes de racismo en Chile trato de mirarme en el espejo la nubecilla azul de mi callana.

Entre 2005 y 2015 llegaron a Chile unos 600.000 inmigrantes. Una cifra grande para un país de 17 millones de habitantes. Esos emigrantes vienen, sobre todo, de Perú, Colombia, Bolivia, Argentina y Ecuador. Pero en 2016 y 2017 se añadió a ellos un gran flujo migratorio haitiano: unos 150.000 ciudadanos de ese país vinieron a Chile para quedarse.

Esa abundante inmigración es un síntoma de la buena salud de nuestra economía y de nuestra sociedad. Estos inmigrantes vienen porque aquí encuentran más seguridad pública y más bienestar social que en sus países de origen. Pero sobre todo vienen a trabajar. Los vemos laborando muy duramente en los campos de la próspera agroindustria, en la construcción de grandes carreteras e inmuebles, en los oficios más humildes que los chilenos ahora desprecian.

Una mayoría da la bienvenida a esos nuevos inmigrantes. La tasa de natalidad chilena no alcanza el mínimo necesario para el reemplazo generacional. En consecuencia, la inmigración será la única forma de mantener estable la población y asegurarnos un progreso continuado.

Sin embargo, la llegada de cientos de miles de extranjeros suscita miedo en ciertos sectores. Algunos le temen a la competencia y arguyen que la abundancia de mano de obra reduce los salarios. Hasta el momento, esos son temores infundados; pero también son recelos naturales y habrá que responderlos informando mejor a la población.

Más preocupantes son las protestas contra la inmigración que demuestran un desprecio al extranjero, una xenofobia. Sectores minoritarios pero gritones condenan la afluencia de inmigrantes en nombre de un nacionalismo que apenas esconde su racismo. Ante la reciente llegada de esos haitianos negros, que además hablan otra lengua, algunos nacionalistas manifestaron alarma. Una alarma que parece racista porque ella no sonó del mismo modo cuando entraron cientos de miles de peruanos o colombianos.

Durante siglos llegaron hasta nuestras costas sucesivas oleadas de inmigrantes europeos y de otros lares. Al igual que ahora, la mayoría de esos inmigrantes europeos eran muy pobres, apenas alfabetizados, hablaban otras lenguas y a menudo tenían otra religión. Sin embargo, poco a poco ellos se fueron mezclando con la población chilena que, en gran medida, ya era mestiza. Así ocurrió con dos de mis bisabuelos, uno suizo y el otro noruego, que emigraron a este país y se casaron con criollas chilenas.

Todos descendemos de una revoltura de etnias. Las huestes de los conquistadores incluyeron desde castellanos y extremeños hasta vascos y andaluces más o menos moriscos. Especialmente durante el primer siglo de la conquista, esos españoles se fusionaron en Chile con una variedad de pueblos indígenas. Estudios genéticos demuestran que el individuo promedio chileno tiene un 42% de sangre indígena. En nuestro país, quienes llevan los apellidos de los conquistadores más antiguos son los más proclives a ser mestizos.

Comparados con ese mestizaje nuestro, los haitianos son más homogéneos. Encerrados en el tercio occidental de la isla de La Española, los afrodescendientes que pueblan ese pequeño país recibieron menos mezclas extranjeras. ¿Deberían estos haitianos rechazar a los chilenos porque somos más mestizos que ellos?

Según los genetistas, mi callana, esa marca amerindia cuya sombra llevo orgullosamente en mi espalda, también podría tener orígenes africanos. Mejor aún. Los indígenas y los negros que bailan en mi sangre abrazan a estos nuevos hermanos que llegan a Chile.

Carlos Franz es escritor.

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