Radicalismo y Segunda República

En un artículo anterior sostuve que la proclamación de la II República se debió más al empuje de fuerzas profundas impersonales económico-sociales que a los múltiples errores cometidos por la clase política. Yo quisiera hoy reflexionar acerca de las causas del hundimiento en el verano de 1936 del régimen constituido por aclamación popular poco más de cinco años antes.

Las fuerzas sociales de extrema izquierda formadas al calor del crecimiento económico que tuvo lugar durante el primer tercio del siglo XX por supuesto siguieron presentes en la política española durante la República, y fueron causa de constantes amenazas a la estabilidad del régimen. Sabemos que estos grupos extremaron su actividad en los años que precedieron inmediatamente a la proclamación de la República, que fueron de fuerte contracción económica a causa de la crisis internacional de 1929, pero no está tan claro por qué persistieron en su ofensiva una vez instaurado aquel régimen. Al fin y al cabo, la economía española se repuso moderadamente durante los años republicanos, gracias, en parte al menos, a una política económica bastante acertada de los gobiernos republicanos, tanto durante el primer bienio (izquierdista) como durante el segundo (conservador).

Radicalismo y Segunda RepúblicaLa política monetaria y fiscal del primer Gobierno republicano fue, aunque a trancas y barrancas, en su conjunto adecuada para contrarrestar los efectos de la Depresión. Las obras públicas y la expansión de la educación se llevaron a cabo tanto en el primer bienio como en el segundo. Uno de sus objetivos era mantener el nivel de empleo, ya que se estimó, según Azaña, que «el Tesoro no habría podido soportar [...] el subsidio al paro forzoso». Se logró también aumentar los salarios, sobre todo en el campo, y en conjunto la distribución de la renta se hizo más equitativa. No voy a hacer aquí un análisis económico de la República; trato, simplemente, de mostrar que renta y equidad aumentaron, lo cual permite poner en tela de juicio las razones comúnmente aducidas para justificar la continua rebeldía y violencia a que las organizaciones de extrema izquierda con tanta frecuencia sometieron a la población.

Una palabra más sobre la economía: España era entonces un país semidesarrollado, con un sector agrícola que ocupaba a la mayor parte de la población y estaba aquejado de baja productividad; aquí, junto con una muy desigual distribución de la tierra, radicaba gran parte del problema social. Era lógico que la reforma agraria figurara entre las prioridades de los republicanos. Lo que no era lógico era esperar que tal reforma pudiera resolver los problemas a corto o incluso medio plazo. La solución definitiva era reducir fuertemente el tamaño del sector agrícola, absorbiendo la mano de obra sobrante la industria y los servicios. Esto finalmente ocurrió, durante la dictadura de Franco, pero el proceso duró varias décadas. Además, la estructura de la propiedad en España era muy compleja (minifundio y latifundio) por razones históricas y tampoco esto podía resolverse en unos pocos años. Justificar la violencia campesina por la lentitud con la que se resolvía el problema, y atribuir tal lentitud a la ineficacia o mala fe de legisladores y funcionarios era, en el mejor de los casos, una estupidez.

Pero el problema no se limitó a la extrema izquierda. También los partidos con nutrida representación en las Cortes se comportaron de modo irresponsable. Los diarios de Azaña muestran que él se consideraba, si no propietario, sí albacea del régimen republicano, y que menospreciaba a todos los grupos a su derecha, especialmente a los monárquicos: los consideraba en conjunto unos parias políticos, que debían expiar las culpas que habían contraído durante la Monarquía. Es elocuente el hecho de que Azaña, tras la victoria de la derecha en las elecciones de 1933, acudiera al primer ministro y al presidente para que anularan los resultados y convocaran nuevos comicios. Por supuesto, los conservadores frecuentemente justificaban tal descalificación con sus conspiraciones y conciliábulos. Y es un hecho innegable y significativo que en poco más de cinco años la República celebrara tres elecciones generales, y soportara otros tantos golpes de Estado. Entretanto, la economía se recuperaba gradualmente. El problema no era económico: era político.

José Ortega y Gasset y Manuel Azaña son las personalidades más brillantes del período republicano. Sus figuras tienen mucho en común, pero también claras divergencias, que se fueron haciendo patentes a medida que se transcurría el tiempo y que simbolizan los problemas de la República. Ambos estaban en torno a la cincuentena, y eran las mentes más lúcidas del período. Ortega, el intelectual indiscutido; Azaña, menos exitoso en ese campo, pero pronto convertido, como político carismático, en la encarnación del nuevo régimen. Ambos habían combatido a la dictadura y la Monarquía con todos sus recursos, Ortega sobre todo con la pluma, Azaña con las artes del político. Había entre ellos respeto y admiración: incluso colaboraron en las Cortes. Ortega creó la llamada Agrupación al Servicio de la República con la crema de la intelectualidad. Pero pronto divergieron sus caminos: Ortega se alarmó ante el tono que adquiría la política republicana y ya en septiembre de 1931 publicó un artículo titulado Un aldabonazo que concluía con las famosas frases: «No es esto, no es esto. La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo». Meses más tarde se reafirmó en otro artículo, Rectificación de la República. El título lo dice todo. Los hechos confirmaron su alarma. Al estallar la guerra, se exilió, amenazado por milicianos de izquierda.

En el segundo artículo decía Ortega lo siguiente: «Lo que no se comprende es que, habiendo sobrevenido la República con tanta plenitud y tan poca discordia, sin apenas herida ni apenas dolores, hayan bastado siete meses para que empiece a cundir por el país desazón y descontento, desánimo; en suma, tristeza». Hoy no sorprende tanto este deterioro. Parece una constante histórica española que los regímenes democráticos se inicien con gloria y alborozo, se vayan deteriorando, y terminen malamente. Así ocurrió con la Gloriosa Revolución de 1868, y con la II República. Durante este régimen, los partidos, en lugar de competir limpiamente por el poder, se enemistaron y sus relaciones se fueron agriando.

La derecha civilizada mantuvo una ambigüedad calculada frente a la democracia, suscitando las descalificaciones de la izquierda. Ésta se radicalizó a partir de 1933, pasando, grosso modo, de la socialdemocracia al bolchevismo. Ambos bandos anunciaron que sólo respetarían los resultados de las elecciones si las ganaban. El final lo conocemos demasiado bien. Refiriéndose ya a la Guerra Civil, Azaña escribió: «¿Dónde está la solidaridad nacional? No se ha visto por parte alguna... El cabilismo racial de los hispanos ha estallado con más fuerza que la rebelión misma». Pero esta situación venía ya de antes. Él mismo había incurrido en el cabilismo hispano que más tarde lamentaba.

No fue la crisis económica lo que hirió de muerte a la República, sino el radicalismo sectario de los partidos. Y yo me pregunto: ¿pasará con el régimen de 1978 lo que con nuestras anteriores experiencias democráticas? La concordia y el espíritu de la reconciliación nacional, propuesta hacía años por los comunistas, se impusieron tras el fin de la dictadura. Se inició una vez más «un proyecto sugestivo de vida en común» (frase feliz de Ortega), que cristalizó en la Transición. Pero una generación más tarde, ya desde los inicios del siglo XXI, la creciente radicalización y discordia de los partidos amenaza con poner fin al régimen de 1978, y empujarnos a un salto en el vacío que no puede sino hundir al país. No propongo una defensa numantina de lo existente, sino un programa de reformas sensatas basadas en acuerdos amplios. Exactamente lo contrario del radicalismo sectario que hoy se impone. La actual alternativa a la concordia no es la Guerra Civil, por supuesto -son otros tiempos-, sino un continuo deterioro de la convivencia y la corrupción de las instituciones hasta degenerar en una falsa democracia de las que tantos ejemplos tenemos en nuestro derredor: Rusia, Bielorrusia, Turquía, o las múltiples versiones de tiranía populista pseudo-democrática que hay en América. No nos deslicemos por la pendiente. No renunciemos a la concordia. Se requiere un toque de alarma, un nuevo aldabonazo. Menos memoria y más historia.

Gabriel Tortella, economista e historiador, es autor, con Gloria Quiroga, de La semilla de la discordia. El nacionalismo en el siglo XXI (Marcial Pons), de inminente aparición.

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